CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
Reconozco los síntomas, muy pronto comenzará el proceso. Al menos puedo aceptarlo, al menos ya sé a qué atenerme y no me aterran las consecuencias, pues tengo indicios más que suficientes para suponer que la gradación en principio ascendente y que desde hace meses se ha estancado llegará hoy al apogeo; mi confianza se basa pura y exclusivamente en la fe. En esto, como en la religión o en la existencia, en las ideas y en la negación de esas ideas, también prima una cuestión de fe; y una actitud por supuesto, una actitud que determina mi esperanza o mi ahogo frente a esta misma irreversible circunstancia. He aprendido a recibir como una oportunidad de aprendizaje esta situación que en pocas horas se tornará ingobernable y retomará el proceso de apariencia atroz para los legos: reconozco los síntomas, también el terror que despierta en los extraños, pues alguna vez yo fui quien se amedrentó frente a ellos.
Si he decidido este encierro, si me he dedicado al estudio de mis males para darles una solución (sé que es posible, en esto también se funda mi esperanza) y he determinado llevar este diario para que sirva de testigo, único testigo de mis afanes, es porque presiento la utilidad que tendrá para quienes en el futuro padezcan este mismo... ya no sé si llamarle problema.
Sé que no soy el único, ni el último. Lo sé porque he visto a muchos de mis amigos hundirse y estancarse en el fondo, los he visto en cada una de las fases, en las solapadas del comienzo, en las estacionarias de la continuidad, en las innegables del apogeo, en las atroces del cenit; los he visto morir no ya por el dolor del proceso, sino por el inútil rechazo a él. Si hubiese tenido la décima parte de este esbozo de conocimiento que hoy me permite ensayar conmigo sin temor, si hubiese sabido las palabras que ellos necesitaban oír...
El momento se acerca, y sospecho que se mostrará con algunos minutos de anticipación. Mis manos, mi piel y hasta mi alma alcanzan a reconocer la cercanía. Es este momento previo el más inquietante, no por la zozobra sino porque, por el contrario, la calma es tan grande que el instante parece hundirse en una siesta interminable; los sentidos abotagados perciben hasta la más ínfima partícula, el más simulado aroma; una mota de polvo posándose sobre los muebles es como un meteorito golpeando la superficie lunar, y una gota escapando de las cañerías se oye como el desprendimiento de un glaciar: la afortunada intervención de este universo normalmente desatendido es el único indicio de que la vida continúa, de que esa nada aparente es el anuncio, el paso previo, el aroma de tierra húmeda que avisa de las lluvias. Luego sobrevendrá un leve adormecimiento, algo similar al regazo entre las olas, o los valles entre montañas, un suspenderse tan calmo como el anterior, pero con el aditamento de que ya no se oye ni se siente nada; sólo es posible una última visión de luces como chispas entre un negro profundo que de pronto aparece y lo cubre todo, como si ese todo y uno mismo dejásemos de ser, de estar; finalmente desaparecen también las luces y la conciencia se sumerge en un espacio sin tiempo (casi eterno, pero a la vez tan efímero que sería imposible de mensurar) que, aún sin conocerlo, sospecho similar al de la muerte. Luego de esa muerte momentánea renace la conciencia acompañada de una angustia profunda y tan extraña que podría confundírsela con alivio; pero no, no, es angustia, sin dudas se trata de una angustia similar a la que ha experimentado cualquiera al salir de una pesadilla y todavía no logra asimilar que eso tan terrible que le provocó la agitación y el sudor no fue más que un sueño; horrible, pero sueño al fin.
Hay la conciencia de que el peligro pasó, hay la idea de que bien pudo tratarse nada más que de un sueño, pero al mismo tiempo la carne experimenta el miedo que reverbera en el espíritu y mantiene esa vibración durante largos minutos, un miedo irracional, imposible de restañar y que arraiga su anarquía en la errónea creencia de que la pesadilla no fue esa especie de sueño, sino que es la realidad de la cual jamás se podrá despertar. Lo otro, a comparación de este sentimiento de miedo solapado, es un juego de chicos, el susto brusco de un tren fantasma. Pero éste, éste...
La mente que atraviesa estos síntomas es tan compleja y tan débil; si yo pudiese recordar que ese instante no es más que el producto del proceso, entonces no estaría refiriéndome a él como un... no sé si llamarle problema. El problema, y aquí sí puedo denominarlo de esta forma, radica precisamente en el olvido, y en la desidia: bien podría dejar anotado en cada rincón de este cuarto una larga y convincente perorata (acaso este mismo diario) sobre los síntomas, las causas, las consecuencias sin que pudiera darme mayor crédito; me trataría de imbécil, yo mismo, por haber perdido el tiempo en estudiar y escribir sobre mí, sobre este...
Pero claro, no se trata de una reacción consciente, huelga decirlo; la negritud, la recaída espiritual de cada proceso, es inevitable, de modo que me veo obligado a guardar este manuscrito en los sitios más disimulados para no toparme con él y obedecer a la tentación de arrojarlo al fuego.
El temblor perdura, como he dicho, durante horas, y en algunos casos se ha extendido durante todo un día. Pero no se trata de la carne trémula sino de las consecuencias posteriores. Bien podría soportar una vida de miedo, conozco gente que ha vivido hasta el último día de su vida adulta atormentada por algún miedo y nadie le ha dicho siquiera cobarde; acaso han sentido pena y hasta enojo con él, pero jamás repulsión, jamás pleno rechazo como el ocasionado por los síntomas posteriores al temor solapado. Es en estos síntomas sobre los cuales pretendo trabajar, porque con ellos al fin ausentes es posible la plenitud.
Si logro atravesar el último estadio, si, como sospecho, cuando el último espacio sano de mi alma haya sucumbido a este (no sé si llamarlo) problema aún sigo con vida para dar el salto crucial hacia la verdad y la realidad, entonces mi esfuerzo no habrá sido en vano y podré dar noticias de él.
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