CONTRATAPA
› Por Guillermo Paniaga
Empezar; una y otra vez recomenzar el camino, reconstruir la torre de naipes con la precisión milimétrica que requiere un menester carente de otro método de medición y cálculo que no sea el de la vista concentrada y el pulso dominado. Los caminos siempre se tornan laberínticos; cuando no desembocan en callejones sin salida, me llevan de vuelta al punto de inicio. Y las torres... las torres se caen con la más leve brisa.
Cuántas veces seguí el mismo sendero con la ilusión de no caer en la trampa; cuántas recogí las cartas dispersas y las acomodé para restablecer el orden ascendente; y cuántas veces amortigüé ese destino asumiéndolo como una mera sucesión de tragedias pasajeras; cuántas veces empecé. No lo recuerdo, perdí la cuenta.
Mis fuerzas menguaron; estoy parado en una bifurcación de la ruta y temo avanzar, equivocarme; estoy frente a los naipes dispersos, desordenados sobre la mesa; me pregunto si vale la pena recogerlos y apilarlos otra vez. Sí, deben ser muchas las veces que reboté contra el futuro y caí de espaldas en este presente ambiguo y desolado.
Presente. ¿Futuro?
Pasado. ¿Verdad?
Aquí, presente. Hoy, ahora.
No soporto el presente.
Cintia me mira. Cintia. Desde la puerta intenta espiar esta página. Cree que hablo de ella, y tiene razón; su paranoia me exaspera.
Cintia es mi presente. Clara es mi presente.
El presente me asfixia.
Ergo...
Quisiera terminar el camino antes de que acabe el tiempo; contemplar mi castillo concluido y que aún me resten naipes en el mazo. Quisiera vivir este presente desde la perspectiva del futuro; vivirlo como un pasado, pararme poco antes del final y desde allí observarme en lo que resta, como si se tratara de buenos o malos recuerdos, lo mismo da. Pero eso es imposible. Es imposible. Y sin embargo sería tan... seguro.
Es una actitud cobarde, pero serviría para predecir mis ya predecibles movimientos; para evitar la matanza. Porque las voy a matar, lo sé.
Desde que recibí la conciencia me repito que debo actuar con inteligencia; borrón y cuenta nueva. Recomenzar. Perdonar, olvidar: empezar. Pero no tengo fuerzas, dudo demasiado y sé que cometeré una torpeza. Ocurrirá ahora mismo, o mañana, cuando mañana sea ahora mismo y me empuje otra vez hacia este presente, a la bifurcación del camino, a la dispersión de los naipes. Voy hacia lo definitivo, y voy mal encaminado.
Cintia me mira con terror. Quizá sospecha, seguramente sospecha; maldita paranoica. No confía en mi repentino silencio. Mi cara es como un anuncio publicitario en el cual se lee con letras de neón lo sé todo, lo sé todo. Las palabras parpadean en luces violetas y blancas, y se reflejan en el fondo de la habitación, sobre el ventanal oscuro: lo sé todo, lo sé todo.
Lo sé todo, Cintia, tenés razón. Estás ahí, al otro lado de la mesa, querés confirmar qué tramo, pensás que puedo hacerte daño. Y tenés razón, te voy a matar; pero cómo hacerte daño, estúpida paranoica. Cómo.
Si yo pudiera, al menos, presentir el final de mi camino; si pudiera establecer el día previo a mi muerte (Dios, mi muerte)... entonces podría alcanzarlo antes de que mi existencia presente llegue, y desde allí me observaría en detalle. Y si alguna cosa me resultara errónea, entonces volvería hacia acá, pero esta vez por mi voluntad, y trataría de arreglar el desperfecto. ¿Sería así? Tal vez no; el sólo pararme vigía en mi futuro podría ser la señal inequívoca de que todo habría ocurrido tal y como lo vería: este presente desolado, vocero de maldiciones, sería irreversible.
Empezar, otra vez empezar. ¿Vale la pena? Estoy cansado. En mis manos se barajan los naipes, indiferentes a mi voluntad. ¿O son los naipes los que barajan mis manos? Es el mazo el que me obliga a elevar la torre; es el camino el que arrastra mis pies y me empuja hacia la izquierda, aún cuando sé que debo ir hacia la derecha, ¡hacia la derecha!
Cintia. Sé que sospechás, sé que sabés.
Es imposible que pueda saltar casilleros, llegar al final para observar el presente. Entonces, ¿por qué veo tu funeral, Cintia? Veo las flores, las caras inexpresivas; veo el paso lento del cortejo.
Estás muerta, Cintia. Estás muerta. Y estás ahí, intentando adivinar las palabras que dibujo en el papel. Yo podría simular que mi lápiz se cae, agacharme, permitirte el hueco para que te sumerjas en mi cueva de frases. Y leerías: estás muerta, Cintia. Vos tomarías esa frase como una amenaza, un peligro latente; la confirmación de tus sospechas. Pero yo no la escribí con esa intención; mis palabras describen certezas. Te vi morir, Cintia. Vos también te supiste muerta. Yo te maté. Yo te maté.
Lo recuerdo tan claramente, lo veo. Y estás ahí, Cintia. Estás ahí.
Me confundís, Cintia. Vos y tu estúpida paranoia me confunden. Estás en la habitación, espiándome, y también estás en el río, pudriéndote, sirviéndole de alimento a los gusanos y las moscas. Es un día increíblemente luminoso; hasta las sombras irradian luz. Puedo sentir el tibio sol que vos ya no podrás sentir. Actué sin planificar coartadas, sin dibujarme una salida: fue un impulso. Y también maté a Clara; aunque a ella no la recuerdo muerta.
Estoy en el punto exacto donde el camino se divide, me veo con el mazo en mis manos. Otra vez y van... No lo sé. Estoy cansado.
Pero vos no podés entenderlo, ¿no Cintia? Sos incapaz de comprender mi razón. Es mi razón, mi verdad, y no la tuya. Cómo no te das cuenta de algo tan obvio, Cintia.
Sé que estás aquí, en la habitación, y que sigilosamente te acercás hacia mí. Sos un fantasma, un diablo silencioso. ¡Abrí los ojos, Cintia: estás muerta!
Todo está en penumbras; yo escribo ensimismado sobre el cuaderno y vos estás a mis espaldas. Puedo verte, Cintia.
Es un recuerdo tan claro, un déjà vu; éste es el instante en que yo giro con el abrecartas en la mano y te lo clavó en el centro del pecho; este es el momento en que tu cuerpo cae al piso como una bolsa de arena, manchándolo todo de rojo púrpura, de rojo negro. Lo veo todo tan nítido desde allá; éste es mi presente, Cintia, no el otro, el que desde tu ignorancia me obliga a vivir y a morir según tu razón, con una palabra en el puño, con la sorpresa de mi imposible futuro, con el mazo en la mano, en el centro del camino: con tu cuchillo perforándome la espalda.
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