CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
Atravesó el pasillo quizá con cuatro pasos firmes pero mientras caminaba iba diciendo. Que ya no había garantía de nada, porque al no haber negativo uno no sabe si se trata realmente de una imagen de otra cosa, capturada a partir de un objeto, o solamente una imagen digital puramente salida de los procedimientos de quien procesa imágenes puras, decía.
Yo lo escuché deslumbrado por el sol del mediodía y dejé que la brisa cálida y húmeda arrinconara sus palabras hasta doblar la esquina. Que esto hace que los objetos desaparezcan, dijo sin inmutarse, y que no era necesario tener un objeto para conseguir una imagen, y aún más, agregó, que las imágenes pueden terminar generando objetos y si no hay objetos, dijo también, todo funciona igual y el mundo digital sigue su curso; y tal vez por eso será que yo recordé al huevo, a la gallina, y a todas las cosas que se suceden interminablemente en el mundo del cuento de la buena pipa, del gallo capón ese de Centroamérica y de la lluvia que parará, papá, según dijo Pachín.
Al llegar a la esquina no me decidí a doblar, pensando que si él mismo doblaba me seguirían todas esas imágenes que no se sabe si vienen de un objeto o van hacia el objeto: sin negativo, registro incuestionable, ni copia de respaldo, me decidí a amagar hacia la otra calle para estudiar mejor sus movimientos y entonces decidir, pero me seguía diciendo de las imágenes digitales que incluso hay distintos grados de diferencia con el objeto que representan, porque se puede digitalmente modificar la imagen hasta dejar algunos rastros del objeto, sutilezas que cualquiera puede reconocer en la imagen y sin que deje de ser cierta, la imagen puede destacar algunos perfiles que la percepción no. Que en la imagen, destacados, teñidos, señalados, acentuados y recalcados, modifican de por sí al propio objeto que después de la imagen tendrá efectivamente ese atributo en un grado superlativo, lo que tal vez sin la imagen, antes de la imagen, a pesar de ella, crudo y sin digitalizar, hubiera sido un triste costado a no considerar y no hubiera significado nada para nadie.
Doblando, sin embargo encuentro que la reflexión digital es capaz de llevarlo a cualquier parte, porque si bien en un primer momento había puesto el pie izquierdo sobre la calzada, bastó mi movimiento hacia la derecha para ponerlo a girar en dirección a mí, y sólo dos pasos los dió en la calzada, retomando sobre la vereda toda esta cantinela digital analógica digital. Por eso, dice, es que en estos días digitales es tan difícil tener certezas, elegir entre una cantidad enorme de muestras o dar un juicio más o menos duradero. ¿Te gusta esa mujer?, pregunta retóricamente, qué es lo que realmente sabés de ella, ¿las imágenes que publica sobre sí, los perfiles que ha querido destacar, los suspiros suaves sobre el atardecer, la mirada que a veces podrás encontrar si tu sensibilidad te lo permite, los gestos ensayados desde la niñez, los improvisados gestos en momentos de sorpresa?
Esa es la pregunta que más me importuna, porque cuando la veo venir, a la coloradita ya me la estoy llevando por delante, y aunque haga intentos sobrehumanos para resistirme, termino pisando con mis mocasines los dedos que afloran desde la sandalia, y tanto peor cuando la reconozco, cuando me doy cuenta que la he visto varias veces y que ninguna de las circunstancias en las que la ví ha sido para mí neutral, cuando pienso y recuerdo que siempre he intentado un camino manso para acercármele, aún mientras la acuno en mis brazos para intentar que siga parada, recupere el equilibrio, no se caiga y no trate de lastimarme como defensa al tremendo pisotón que viene de sufrir.
Que me disculpa, dice entonces ella con un tono improvisado y serio que a mí no termina de resultarme falso. Que no es nada, insiste, y que no se ha lastimado y se siente bien.
"Muy bien", me dice con una sonrisa tan espléndida que a mí me parece haber visto, o verla antes, o verla después, entre mis brazos.
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