CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Antes que se abriera ese mundo la tierra era distinta, de otro modo respiraban los pájaros y el rocío estremecía el verdor de los pastos. Ese mundo que era primitivo sin dejar de ser alentador, espléndido sin evitar ese primigenio color de las cosas, y las primeras cosas y las primeras experiencias que saturaban el asombro y lo dejaban perplejo.
El campo, de cualquier modo, era una implosiva planicie que visitaban gaviotas, teros, cigüeñas y garzas morenas desde el aire que espolvoreaba neblinas sobre cañadas y alfalfares verdosos hasta no dar más de rabiosas flores amarillas y blancas. Sin embargo aquel tiempo ya es absoluta y totalmente irrecuperable. Aunque de vez en cuando alguien me llama, de muy lejos, como para que le dé una noticia sobre la salud o la muerte de alguien; un conocido o amigo o condiscípulo de aquel tiempo remoto en que las calles del pueblo eran propiamente el mundo. Pero era un mundo luminoso y espléndido, porque era el mundo del principio, de la esperanza, de los sueños.
Todo eso junto era sentido por nosotros. Hoy, si nos atrevemos a pensar un mundo semejante (sólo entre nosotros como un razonado anhelo), algo ya se perfila como una construcción adulta que no cree en milagros sino en cosas posibles, como suele ser la módica vida de un hombre, luego de mucho, luego de tanto. Es decir, de tanto golpear con la cabeza la misma roca dura de una pared.
Yo trato de pasar teléfonos, correos, noticias entre tan pocos amigos o compañeros de infancia a los que pretendo revitalizarles el afecto, aunque de allí sólo hilachan pérdidas en los años, y los recodos de esos mismos años de vez en cuando nos visitan.
Es el turno de Armando Grillo, el popular Negro, hijo adoptivo de doña María Belasteguin y de don Paco Olave, titulares del bar El Palenque, que disimuladamente (o no tanto) fungía de prostíbulo clandestino. El Negro, siendo varios años mayor, se trenzaba en arduos picados con nosotros. Era, por lo que recuerdo, lo que los periodistas deportivos llamaban un "jugador temperamental", junto con "Tuto" Vega, de esos que ponen tanto entusiasmo que en algún momento el árbitro no tiene otro remedio que expulsarlos, ya que en nuestros tiempos las tarjetas no existían, pero sí una pequeña libretita donde se iban anotando las faltas (ignoro si luego se elevaría un informe escrito a algún comité de disciplina).
Un día, la dulce señora Elena Gabilondo de Zubalzú, cansada de nuestras trapacerías, apareció con cara adusta y nos mostró una pequeña libretita, amenazando que nos iba a ir anotando a los que nos portábamos mal (que éramos todos los varones, desde luego) y yo, por congraciarme o por hacerme el chistoso (tal vez porque la ví muy seria), respetuosamente me paré junto al barro y le pedí permiso para hacerle una pregunta: "¿Usted señora va a hacer como el referí, que anota a los jugadores?". "No sé como quién", me contestó seca y con cara de pocos amigos. Un frío me corrió por la espalda, porque nosotros la queríamos mucho, como Usted sabrá, según lo escribo por si me lee.
Debimos haberla cansado y ese susto era razonable. Nunca nadie fue anotado en esa libretita que nos produjo tanto miedo. Estábamos en cuarto grado.
Cuando terminé la primaria nos fuimos a vivir a Rosario. Apenas cumplidos los catorce, nos volvimos. Habíamos estado menos de dos años y aquí nació mi hermano. Mi padre decía "no hallarse", expresión que usan mucho los criollos cuando se trata de expresar algún desagrado por algo. En ese tiempo entré a trabajar en la sodería del "Mono" Boccolini. El inefable y no olvidado Hugo Boccolini.
A la mañana ponía mis tramperas para pájaros, costumbre cazadora que había adquirido en las quintas del barrio Las Delicias, aquí en Rosario. Como vivíamos en el sector donde todavía no estaba urbanizado, no era difícil que al mediodía las encontrara llenas de pájaros incautos. Como en Rosario alguien me había regalado una pajarera o jaulón con patas, allí iba colocando los pajaritos que cazaba.
En aquel tiempo comencé a regalar algunos, luego de haber cazado una bandada de Federales que no eran menos de treinta. Eran mansitos y debían ese nombre al color rojizo de su lomo ya que el pecho era azul bien claro, por lo poco que recuerdo. Nunca más volví a ver un Federal en mi vida.
Algunos de los habitués que se llegaban hasta mi casa pasaban a admirar ese gran jaulón, debajo del añoso ceibo donde colgaba la hamaca que mi viejo le había hecho a mi hermano (que no era más que un bebé). A algunos de ellos ya los he olvidado, pero dos ex compañeros de primaria venían regularmente a buscar los pájaros que yo les regalaba. Ellos eran Héctor Domingo y Cristina Miranda, de cuyos particulares destinos estoy ausente y desinformado desde entonces.
Cuando pisé la Biblioteca Belgrano --querida biblioteca de mi club-- y empecé a leer, una idea de libertad y de justicia me empezó a pasar y un día --luego de masticar la idea torvamente- abrí todas las puertitas: jaulas y jaulitas y ese gran jaulón. Al principio los pájaros titubeaban, pero luego empezaron a salir, detrás del primer tordo que valientemente se atrevió. Entonces el breve cielo debajo de ese ceibo se cubrió de manchas multicolores y se fue perdiendo hacia lo alto.
Me quedé solo, ya que no lo había hecho ante testigos y mascullé un aforismo de Baldomero Fernández leído días atrás: "Una jaula, aunque tenga el tamaño del espacio, siempre es una jaula".
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