CONTRATAPA
› Por Marcia Bredice
No hay tregua. En las relaciones sociales no hay tregua. Hasta el tránsito se vuelve una trabajosa contienda en donde los opuestos parecen inconciliables.
En la vertiginosa carrera cotidiana se pierden de vista las distancias, las prioridades y los límites. La fuerza centrífuga de lo urbano nos vuelve iracundos y nos agolpa contra el tiempo. Nos cronometra los segundos ganados a las velocidades máximas, a los radares y a los semáforos amarillos. El tráfico se convierte en el más riesgoso de los desafíos para la imperturbabilidad y la estabilidad emocional de los que sobrellevamos la ciudad desde la aurora hasta el histérico estallido del ocaso sobre el parabrisas.
La ciudad se llena de autos. Los autos saturan las vías de circulación. Todo movimiento se dificulta o entorpece. Las arterias principales de la ciudad parecen bloquearse y no poder drenar. Entre los corralitos de aguas provinciales, las obras de refacción de la circunvalación, los baches, los cortes de calles, las señalizaciones deterioradas que nos quitan de la correcta vía --nos extravían--, la ciudad se convierte en un enmarañado juego de escape sin salida, un enredo donde no hay hilos de Ariadna que nos saquen de la asfáltica boca del minotauro para devolvernos al sosiego del cada vez más lejano afuera. Franquear Ovidio Lagos, Oroño en su intersección con Pellegrini, Corrientes en su confluencia con Córdoba, Avellaneda en su pendiente al río, San Martín y 27 de Febrero, Provincias Unidas y Godoy, Alberdi y Sorrento. Trasponer viaductos, empalmes, cruces peligrosos, pasos a niveles. Advertir las contramanos, las doblemanos, los giros obligatorios, los pasos obligados y los ceda el paso.
En el trajín de la vía pública, todo sabe pésimo: los desobedecidos carteles de pare, el grito fóbico de los generalizadores del género, las inusitadas maniobras en los carriles centrales de las avenidas, el infundamentado rostro de la esposa que acompaña la infundamentada cólera de su marido, los que ostentan portentosos parlantes, las Lucy Anderson y las Helenas Rubinstein que esperando el verde terminan su make up, los preocupados por su caño de escape, los malabaristas de carrocerías, los impecables, los autohomes, los oficinistas de sacos colgando, las madres taxis, los taxistas, los colectiveros, los que regresan del mercado de concentración, los limpiavidrios de las esquinas, los repartidores, el trolebús. Transportistas, automovilistas, motociclistas, ciclistas y peatones se lanzan a la frenética circulación urbana que la ciudad propone.
Huir. Sólo se piensa en huir. Tomar alguna autopista que nos cure del desgaste del cemento y huir. Huir de la innecesaria y desmedida agresión de los insultos. Huir de la insensata derivación de la culpa de los otros cuando las maniobras correctas son las nuestras.
Ya no nos resulta grato conducir ni disfrutamos de los paseos. No nos inspiran confianza los cuidacoches ni los estacionamientos medidos. No somos nosotros quienes conducimos, sino el resto de lo que de nosotros queda cerrando la jornada. No somos nosotros quienes en la impaciencia de los lentos trayectos nos agitamos hasta la vulgaridad de la provocación y del agravio. No somos lo ridículos que somos cuando dejamos turbarnos por la agresión verbal de los que se creen los dioses del volante y proferimos obscenas sentencias, o cuando bajamos el vidrio para escupirle al culpable el dictamen de la venganza.
El insulto multiplica su injuria y gesta en las relaciones sociales de la vía pública, el tejido viscoso del fastidio y la fatiga. La ciudad nos traga con una velocidad que apabulla y nos convierte en su propia indigestión. Quedamos al borde. Nos salvan los pedestres cortejos, las sonrisas detrás de los barridos de espuma, las manos agradecidas que se cierran sobre algunas monedas, la voz que en medio del bullicio elegimos escuchar. Y el circo se va de la city y Olmedo se ríe de todo.
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