Mié 15.06.2011
rosario

CONTRATAPA

Mendiolaza y el adiós a las armas

› Por Adrián Abonizio

Mira el roperito recién pintado de un pigmento cremita triste. Allí dentro están sus cosas. Como muertos, pensó, y la facilidad de la imagen lo hizo rabiar. El haber leído bastante deforma, acoraza y desintegra; trampea las curvas del camino y falsea las pistas. Uno debería pensar sin literaturizar. El error es estar todo el tiempo dentro de una novela, de donde sólo se sale cuando oye música o duerme. Las últimas cosas de este lugar, se corrigió. Sentado en el banco escuchaba cómo afuera la ciudad bullía. Abúlico, semidormido, fumando a las ocho de la mañana, yéndose sin haberse ido del todo, mirando el infame roperito de donde sacaría sus pertenencias para después bajar hasta el estacionamiento de la seccional donde trabajara treinta años, meterse dentro del Chrysler y arrinconando el auto en la vereda de la calle Buenos Aires, manotear la llave y desplomarse en la oficina de investigador que hacía un tiempo había empezado a alquilar sabiendo que se venía el retiro, el olor a sulfuro del demonio del adiós, el descanso, la ausencia de rutina y el engorde.

Uno en estos momentos debería cuadrarse como ante un féretro: izar el pabellón donde se podrían leer todos los fiambres de su carrera contra los delincuentes. Las balas cruzando el aire y percutiendo sin ruido sobre aquel pecho, las otras en el cuello antes que el otro sacara la Thedy 32, aquellas otras; vagas, al azar, mientras se desangraba en el piso que vinieron a dar en el ojo del gordo que se escapaba con la chica abusada. Entonces colgaría como un trapo, ahora sí, la bandera patria agujereada con quince disparos y cinco muertos. No es demasiado para uno que anduvo en andurriales por décadas. Cazando cazadores de especies en peligro. Como un guardafauna con puntería y decisión. Uno que en épocas de milicos filosos se llamó a dependencias de archivo, mirando para dentro, copiando, escribiendo, a veces fotografiando con su Kodak Fiesta algunos papeles o evidencia que llegaron a manos necesitadas enviándolas primero al exterior, para desde allí, gracias a un pariente sereno y sabedor del asunto, entraran por la ventana del periodista aquel que jamás reveló la fuente y a quien supo admirar largamente, pues además de no dar pistas ni hablar, desvió el origen. "Son pruebas que me mandan desde el Canadá", declaró a un medio. Zorro viejo y de los buenos. Agradecido y ducho en la correntada de la información. Nunca lo vio, ni se dio a conocer, ni le hizo saber de dónde había salido todo aquel bollo de material perfecto que el tipo supo acumular para que tras veinticinco años, los tipos, sus superiores, conocieran lo que él, ahora, sentado, cabeza abajo, presiente hasta por el olor: la celda, la leonera, la gayola. Ahora viajaba hacia la libertad con los huesos entristecidos.

Sobre el escritorio que había sido de alguno que tomara esa oficina antes y que el dueño le donara, dejó con suavidad la caja de cartón donde dentro yacían sus cosas personales. Desde arriba sobresalía una pila atípica para las cosas que había dentro, visibles o invisibles pero nunca parte de un todo en el corpus de un hombre de la fuerza, un policía al que se le había jubilado esta mañana y que desentonaba: cuatro Mafaldas agrisados de tanto hojearlos. Mendiolaza acarició la cara de Manolo por quien sentía una afinidad particular. El mismo era parecido al dibujito, pero el coeficiente siempre le dio alto, exageradamente alto para un simple policía de una aldea en las orillas de un río donde nunca pasaba nada, salvo morirse o esto, despedirse para siempre de la profesión para abrazar otra, más dispersa, romántica de novela, exótica y en cierto sentido normal, porque el mundo había enloquecido y si tenía suerte, los paranoicos acudirían a que les solucione el enigma de sus vidas de demencia, cuernos y estafas.

Se tiró en el sofá y durmió largo y tendido hasta las dos de la tarde. A esa hora es cuando empezaban las palomas, las malditas palomas que parecían mugir en la batiente de la ventana y que lo ponían de malhumor. Odiaba las palomas. Sucias, indignas, por millares asolando con su guano el piso, cantadas en canciones, reproducidas en infantilismos torpes. Angeles malolientes de plumas y estopa para ser desventradas a balazos. Las palomas, igual a los murciélagos pero sin dignidad. Empezó a sonar Bird, tocaron a la puerta. Era el primer cliente, ya le habían avisado. Sintió un resorte en las piernas, anunció que ya abría, fue hasta el espejo, se peinó, se ajustó las solapas, salió al recibidor y meditó mientras calculaba que sólo tres metros lo separaban del policía aquel que hizo su trabajo de topo hasta llegar a este jubilado que estaba alcanzando el pomo de la puerta. Investigador privado. Articioso. Arte de la mentira. Un actor de tantísimas novelas devoradas en la guardia y que finalmente ahora, acudía a su anhelado amor por la libertad de moverse entre engaños y verdades.

El fogonazo fue lo primero que vio y después el ardor en el costado. "Tenía que haberlo previsto, ¡que chambón!", se oyó pensar mientras se desmayaba.

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