CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
Rosa, pura contradicción, voluptuosidad de ser el sueño de nadie, bajo tantos párpados.
La primera vez que vi a Ramón me engañó su apariencia. Entró al negocio de mi padre, que había muerto hacía unos días y que yo provisoriamente atendía, con mi amigo Carlos a quien consideraba un hermano. Hizo un encargo que no vino a buscar. Al día siguiente, cuando volvió a repetir el mismo encargo, lo encaré con suma seriedad y le aclaré que nos perjudicaba. Juró que cumpliría y así los hizo, sólo que esta vez nos enteramos de que Ramón era uno de los tantos que deambulaban la ciudad y que se ganaba la vida lavando los autos de los abogados y los jueces, en la plaza del foro. Por supuesto, nos fue imposible reprimir la risa ante la actitud ceremoniosa de Ramón, una actitud de patrón o de empresario, que nos había sobrepasado. A partir de ese momento, venía todas las mañanas a desayunar con nosotros y retirar la comida frugal que le dábamos para que compartiese el almuerzo con otros como él. Tal vez por eso se obligaba a demorar su consumición excesiva de alcohol hasta la tarde o, por lo menos, después del mediodía.
Ese recato, que se tornó característico, nos animó a interrogarlo acerca de su vida, aunque pronto me di cuenta no le hacía mucho bien. Sobre todo cuando se sintió obligado a contarnos que tenía un hijo ciclista que, en esos días, venía a Rosario, para participar en una competencia. Su hijo lo creía muerto y él debió verlo pasar muy fugazmente, oculto en el anonimato de la muchedumbre que rodeaba la pista. Carlos, que se desesperaba por adoptar un chico, se lo recriminó. Ramón enmudeció pero cruzó al almacén del frente y salió con una botella de vino que tomó de un solo trago. No lo podíamos creer; se fue caminando a los tumbos.
Eso debió advertirnos pero, unos días más tarde, ante unas consideraciones suyas acerca de mi máquina de escribir, un tanto misteriosa en un costado del negocio, pareció cederme la oportunidad de reconvenir en algo su modo de vida. No tuve mejor idea que manifestarle mi afección por la poesía, mi convicción de que ella me había ayudado a desgarrar mis tinieblas en la escansión temblorosa de algún verso... Sí, si algo yo sabía era que mi vida resultaba intolerable sin ellas y creyendo ingenuamente que su aliento podía ser tan leve como el mío, le hablé de mi necesidad de reparar lo real con algún verso que viniera en la oportunidad como anillo al dedo. Espontáneamente le conté la historia de Rilke, que creía que la transformación del dolor era el germen sublime de lo poético. Sin embargo, agregué, murió infectado por la espina de una rosa, a la que había elegido como símbolo de su poesía. Ese hecho contradictorio y paradójico, no lo amilanó, por el contrario le sirvió para extender su vivencia más allá de sí mismo, incluso hasta los umbrales misteriosos de la muerte, puesto que hizo grabar un epitafio concerniente, en la aspereza muda de su tumba: "Rosa, pura contradicción".
Rápidamente me di cuenta de mi torpeza, pero no podía volverme atrás... en realidad, yo no quería ir tan lejos, sólo quería transmitirle esa tensión que existe entre nosotros o nuestros destinos y los hechos y algo "liviano y alado" en las palabras que nos sirven de consuelo, creyendo en suma, que así podría minimizar la impronta trágica que le adjudicaba a su vida. Pero Ramón, con su ironía característica, me dijo: "Papá, eso sólo le pasa a los poetas, una rosa tiene poco que ver con la vida". Bueno, le retruqué con un gesto irónico que me cuesta desalojar, Rosa también puede ser el nombre de una mujer que uno ama y que nos desdeña... una agonía del afecto que nos enturbia el alma o el cuerpo sin que sepamos diferenciarlos.
Hoy creo, estoy seguro, que esa conversación lo rozó en el centro de su desamparo y su desvío, puesto que me confesó un trozo de su historia que callaré por el pudor que le debo. A la tarde, volvió contra su costumbre totalmente borracho. Me exigió, cosa que nunca había hecho, unas monedas y cruzó al almacén para saciar su sed insaciable. Antes de irse, con los ojos humedecidos por el llanto y como si en medio de su borrachera hubiese asomado una pequeña y tremenda verdad, se cruzó para decirme: "No me ayudés más, papá, no me ayudés más, yo no puedo volver". Lo demás fue importante para mí, no sé si para él...
Al otro día, me trajo una rosa para mi mujer. "Del jardín del intendente, papá", me dijo, porque la había arrancado del rosedal del parque donde solía dormir. Era su manera de disculparse, pero fue la última vez que lo vi, que lo vimos. Era el mes de julio y hacía un frío considerable. Un linyera vino en su nombre a pedirnos las raciones que le dábamos. Le preguntamos por Ramón y nos dijo: "Ahí está". El hecho se repitió dos o tres veces, hasta que otro linyera entró y me largó a boca de jarro. "No le dé más. Hace unos días, Ramón se quedó dormido en el banco de la plaza y el frío lo mató". Carlos se acercó y escuchó asustado la noticia. Nos miramos incrédulos sin poder seguir, como si de un golpe la brutalidad de la vida nos mostrase el desamparo y la voz de Ramón diciéndonos: "No puedo volver".
Ha pasado mucho tiempo y la que siempre está cerca es la noche y el silencio final que nos rodea inevitable, asolando el perímetro de nuestra condición humana. En algún punto me detengo, suele ser generalmente el banco de una plaza, en el misterio del atardecer y la soledad que se distiende y en la que me parece que Ramón me susurra su desamparo final, su ingresar en la muerte estando muerto, con su sonrisa irónica y gastada. Entonces, el afecto legítimo y terrenal que no espera nada, me reprocha vivir suspendido de lo que vivo, incluso el sentimiento de no poder responder a las vivencias, que dejamos fugar bajo el instante común que desvanece la idea de algo más, más allá de las sombras y del frío final que resplandece mortificando el recuerdo... la nostalgia que siempre se despeña remontando el viaje en la luz oscilante del camino.
¿Ha pasado que un hombre sólo sea palabras?
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