CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Cuando mi niñez era una florcita de cardo al viento por las calles polvorientas, empecinadamente solitarias de mi pueblo. Cuando aparecen de pronto las primeras identificaciones, los primeros ídolos, es decir, con otro chico más hábil o más diestro o que nosotros veíamos como más hábil o audaz o más independiente, o -no podías ser de otro modo en aquel tiempo- algunos jugadores de fútbol que uno tomaba como ídolos, pero que fueran de carne y hueso, que uno lo viera no sólo jugar, sino fumar, caminar, escupir, bailar con alguna muchacha casadera del pueblo. Alguien que para uno también fuera humano y no esos ídolos al que adheríamos y que jugaban en la primera de Central como Oscar Massei sino uno que jugara en el club de los amores de nuestro propio pueblo. Pero, claro, no podía ser cualquiera. Nos tenía que gustar cómo jugaban pero a veces la condición de forasteros ponía un plus de emoción y de adhesión que podía ser fundamental en el esquema de las adhesiones incondicionales.
Yo, como no podía ser menos, tuve un primer ídolo futbolístico en esos primeros años de cuyo nombre no me acuerdo pero sí del apellido y del apodo que se había ganado o ya venía con él, adherido como una estampilla de origen. Era rosarino, de apellido Armand, de sobrenombre Petiso, venía de las huestes del club Sparta, que en aquellos años jugaba, creo, en la Liga Rosarina. Sparta para nosotros, pobres almitas humildes que nunca habíamos pasado del cementerio para el día de los Difuntos, sonaba como el Juventus, el Milan o el Real Madrid, que por otro lado nunca habíamos oído nombrara ni por las tapas.
Apareció un día con la casaca colorada, con el ocho en la espalda, y empezó a volvernos locos con su magia y su inteligencia. Tal vez cuando bajó del tren que llegaba puntual a las 11.30 todos los días hábiles de la estación Rosario Central, algún curioso que lo vio bajar con su cabello rubio que se peinaba hacia arriba como para restar esa baja estatura que habrá sido su estigma, y lo vio caminar como un gallito chueco le dio "placet" de futbolista sin saber quién era, porque tenía toda la traza que en ese tiempo gastaban los futbolistas salidos no de una escuela de fútbol sino del mero potrero de los tantos que pululaban en la ciudad que era, como hoy, semillero de cracks.
El habrá bajado los cuatro escalones de la Estación, cruzado la plazoleta con sus palmeras y sus bancos para enamorados y luego de atravesar la calle subir a la vereda de la tienda Blanco y Negro y por esa misma vereda caminar los casi cien metros que lo separaban del club y entrando sin vacilar por esas grandes puertas de madera de entonces madera y vidrio y cortinitas rojas habrá entornado los ojos para acostumbrarse al cambio de luz y se habrá dirigido al mostrador del bar y habrá inquirido por el nombre del presidente del Club, dándose a conocer (o no) y picando la curiosidad de todos los presentes que por otro lado es muy fácil de provocar con la llegada de un extraño en las pequeñas comunidades.
Los contertulios de esa hora lo habrán mirado con curiosidad indisimulada, habrán dejado de jugar a las cartas, mientras los billaristas habrán posado sus tacos en el piso y observado con atención su catadura y cuando el conserje buscaba con la mirada algún muchacho de los tantos que pasan al santo día en el Club, habrá observado curioso toda la instalación de la sede, con sus banderines y sus copas y cuando el muchacho de marras cuyo rostro olvidaría para siempre habrá salido presuroso al pedido conminatorio del conserje en busca del presidente que vivía justo enfrente.
Lo cierto es que como muchas veces sucede el Petiso Armand pese a ser un jugador muy bueno, que sobresalía por sobre el resto y por sobre muchos de los otros jugadores de la liga de la zona, no llegó a quedarse mucho tiempo como titular de la camiseta número ocho.
Corrían rumores: que parte de la comisión no lo apreciaba, que era un poco díscolo y con una pizca más que tolerable de soberbia, empezó a ser resistido por esa parte de la comisión y que luego dicen los mayores esa molestia se trasladó a parte de la masa societaria, en fin, concluyendo que no quedó mucho tiempo formando parte de la escuadra huracanista.
Era, por lo que recuerdo, y los recuerdos de un niño pueden no ser objetivos casi nunca y no tienen por qué, por otro lado, digo que era un jugador de excepción para aquellos años y para nosotros. Por otra parte no se le puede exigir a un corazoncito arrebatado que no lo recuerde como muy hábil con la pelota, que se desmarcaba con facilidad, que bajaba a buscar la pelota como era función del ocho en ese entonces, que armaba bastante bien el juego en esa tarea del "insider" de esos tiempos.
Pero todo eso no bastó. Se lo empezó a ignorar y hasta que un día negro se cometió el sacrilegio de quitarle la titularidad y como no había banco en ese entonces fue directamente a jugar a la reserva o la Segunda como se le decía.
Esta división estaba compuesta por varias categorías: los jóvenes que constituían una promesa y eran los reemplazantes naturales cuando un titular se lesionaba, los que nunca pasaría de allí por no tener la calidad suficiente o los veteranos que estaban prontos a abandonar el fútbol para siempre, que eran pesados, tenían ya sus mañas y corrían muy poco. Allí se fogueaba a los muy jóvenes que tenían condiciones para saltar al primer equipo.
Tal vez, pienso ahora, lo habrán querida castigar para volverlo humilde y la verdad es que no estuvieron sutiles no a la altura de las circunstancias, sino todo lo contrario. Lo cierto es que ese día fatal en que lo vimos entrar con la camiseta descolorida como era la de la segunda división, camisetas que se habrían heredado luego de muchas campañas en primera división y que tenían que cumplir su ciclo antes de pasar a la categoría de trapo, nos dio una infinita tristeza.
En honor a la verdad lejana y anacrónica, una verdad que a nadie interesa sino a mí, es que él entró jugando con mucho desgano, casi no corría ni hacía todo lo que sabía, pero él se estaba despidiendo, ya estaba claro que era la última vez que se vestía con la roja y ese ocho en la espalda que sólo "Balazo" Renzi llevó años después con tanta o más soltura que él.
El malhumor se había extendido a toda la hinchada que empezó a hostigarlo porque se daba cuenta que no se exigía nada, pero soportaba los insultos con un estoicismo condescendiente y lejano, como un verdadero perdonavidas.
Pero al final, tanta agresión dio sus frutos, porque en un momento sintió que si estaba decidido a irse debía hacerlo de manera que los otros lo recordaran, si para eso existe el amor propio, por otro lado. Ese pequeño hombre, ese muchacho, se transformó de pronto en un David y se prodigó, se multiplicó en la cancha hasta ser el verdugo del pobre equipo que la suerte le puso enfrente ese día y que hoy ya es anécdota porque me olvidé de su nombre.
Yo era el que más contento estaba, porque mi ídolo no me había defraudado. Mi ídolo de quien yo discretamente trataba de estar siempre cerca cuando no estaba en la cancha, cerca de los vestuarios, o cuando bajaba del tren o lo tomaba de regreso. Él, por supuesto, ni me tenía en cuenta.
Faltaban diez minutos o menos, el Negro Durán le puso una pelota en los pies, luego de una pared perfecta y él se la devolvió para que el Negro fusilara al arquero con un golazo. Uno a cero hasta allí. Siguió el juego y al repetir la jugada, el Petiso comenzó a apilar defensores y cuando le salió el arquero queriendo taparle el arco desesperadamente con los brazos y las piernas bien abiertas, suavemente, dulcemente, le hizo un "caño" casi con desdén y la mandó a la red. Ganamos dos a cero y cuando la pitada final se produjo ya estábamos todos rodeándolo a él, al Petiso Armand que sólo miraba con tristeza todo ese barullo que había armado y del cual no parecía querer hacerse cargo.
Lo sacaron en andas de la cancha, pero él ni siquiera sonreía, sólo tenía una mirada ausente, la mirada de los tristes, o de los que tienen un dolor intenso y no les importa que el mundo se entere, porque saben que en el fondo nadie puede remediarlo porque para ello se tiene que poner en su lugar, algo que nunca sucede y entonces ese dolor no tiene fin.
Lo cierto es que aquella noche, no exentos de vergüenza los componentes adversos al Petiso de la comisión directiva le habrán prometido restituirlo al primer equipo y aún prometiéndole un aumento en el pago, pero el hombre ya estaba herido en su dignidad y ni se molestó en contestar. Tampoco se molestó en avisar que nunca más volvería a ponerse la camiseta color sangre con ese ocho en la espalda.
Es probable que al tiempo ya haya sido olvidado por todos, salvo por mí, porque era mi ídolo y uno a los ídolos les imita hasta la manera de escupir, como dice Borges para siempre.
Al otro día, cuando esperaba el tren, solitario, como todos los lunes, con un paquete bajo el brazo, cuyo contenido hoy olvidé y viendo que yo lo seguía con poca discreción en sus pasos, sus gestos y su más mínimo movimiento, sacó el papel con que envolvía esa probable muda de ropa y me dijo sin vacilar:
-Tomá pibe.
Yo tomé ese papel satinado, de color blanco, con un tomate tipo "perita"
Que no era sino una propaganda de la fábrica Spat, con suma unción, como si fuera el más preciado regalo del cielo ya que me lo daba mi ídolo.
Cuando subió al tren me saludó con la mano y colijo (o me gustaría pensar) que no se fue tan triste porque un chico, uno sólo, lo fue a despedir a la estación, pero no era cualquier chico, sino alguien en quien dejó una marca indeleble por el resto de la vida, hasta hoy.
Ese papel, recuerdo único de mi astro, anduvo conmigo durante años. Con él forré mi cuaderno de la escuela, cuando se fue desgastando corté prolijamente ese gran tomate rojo que tenía como logo la empresa de tomates y con el tiempo, lo perdí.
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