Mié 12.10.2011
rosario

CONTRATAPA

Con las aguas del río

› Por Víctor Maini

Para mí que el tipo se sentía en deuda conmigo desde aquella vez que me retó fuerte, cuando lo desperté de la siesta gritando en su ventana con mi voz de pito "lo primero vale, lo segundo no", en una discusión con el Ojo, mientras volaban las figus redondas por el aire en una final a todo o nada en un blanco o negro.

Don Gerardo salió en pijamas celeste, camiseta malla, ojotas, todo despeinado y fuera de sí. Pensé que nos pegaba, dejando varios de nuestros tesoros tirados en la vereda, tratamos de ganar la calle San Luis de un pique, para sentirnos a salvo. El viejo era un ermitaño que sólo salía de su cueva de calle Vera Mujica cuando tenía algún flete o para ir de pesca.

Para esto último se acercó una mañana a invitarme, justo a mí que la pesca me aburría terriblemente, que la vez que me había llevado el papá de Papirio, casi le incendio el quincho del Guillermo Tell con una brasa, costándole una suspensión por un año al pobre viejo, justo a mí que vivía en la vereda de enfrente de la tranquilidad y la paz --que decían que iban a buscar todos aquellos que se empecinaban en ir a bañar lombrices--, justo a mí que parecía poseer la lombriz solitaria, culpable ella de no poder quedarme quieto más de cinco minutos.

No sé si pesó más la sorpresa o el miedo a que se volviera a enojar en caso de que me negara lo que me llevó a decirle que sí, sumado a la aventura de lo desconocido, de viajar por la ciudad en auto y de noche, lo cual era un lujo para mí, pero además la forma en que me lo pidió me enterneció, quizás por mi falta de abuelos, quizás porque pude adivinar que me veía parecido al nieto que le estaba faltando.

Lo ayudé a cargar el Rastrojero, con varias cañas, reeles, bolsas varias, una pesada caja de herramientas, lombrices y caracoles que criaba en el terrenito que daba a la vías, un sol de noche, dos banquitos, el termo y el mate, por mi parte llevaba dos cosas, el permiso de mi vieja y mi curiosidad.

Fuimos derecho al puerto, después de mostrar un carnet para poder entrar, buscamos un sitio cerca del río, el lugar era inmenso, las luces de las calles habían desaparecido y la ciudad parecía mucho más distante, se me hacía que estábamos en un lugar más apartado, totalmente extraño para mí, tan extraño como ese olor a cereal mojado que me perseguía desde el arribo.

El viejo no paraba de hablar desde que salimos, de contarme historias increíbles sobre noches de pesca, llegando a decir que en una oportunidad tuvo que atar la línea al paragolpes de su chata para poder sacar un dorado gigante que no dejaba de pelear, y cosas por el estilo. Siguió hablando mientras prendía el farol, mientras abría su caja mágica, llena de plomadas, boyas, anzuelos, hilos, etc., hasta que en un momento dejó de pronunciar palabra, y comenzó como una ceremonia, con movimientos lentos pero seguros, con el humo de su cigarrillo negro que distorsionaba el marco de sus lentes, y su mentón partido, acompañado sólo con el sonido de su respiración, don Gerardo encarnaba sintetizando en él a todos los pescadores. Me enseñaba la esencia de la pesca, de que estaba hecha, de que estaba hecho él. Si el hombre es lo que no dice, en ese largo silencio estaba diciendo quién era.

Si el arte consiste en parar el tiempo, en detener la muerte, en colgarse en el espacio, puedo dar fe que esa noche, en ese lugar, iluminado por dos lunas, la del cielo y la del agua, fui testigo de una obra de arte, si hasta creo que la parca, quien ya le había echado el ojo desde hacía algún tiempo, se detuvo para verlo encarnar.

Luego de ese instante, volvió a la realidad como si nada, volvió a hablar como antes y con una exactitud matemática, como si estuviera diciendo la tabla del dos, me recitó que el dorado era para la parrilla, el armado para el chupín, la tarucha para la albóndigas, el surubí para milanesa y el mandubí para la fritanga, para después mostrarse muy molesto con los japoneses que habían hecho ese túnel aguas arriba y por el cual no pasaba más su pescado favorito, el pacú.

Luego de desplegar toda su artillería y de enseñarme a tirar la línea, nos sentamos a esperar.

Justo cuando el aburrimiento y el sueño jugaban con mi sombra, el río me parecía una gran cama y la luna un velador, se me da por mirar al viejo que estaba arrodillado frente al río y rezando en voz alta, casi gritando.

Esperé que terminara para acercarme y decirle que no sabía que era tan creyente y si creía que después de esos rezos tendríamos suerte con el pique, después de reírse me aclaró que un ateo no rezaba y que en verdad estaba echando sus penas al río, para que se ahogaran en el mar, que el bueno del Paraná se encargaba de hacerlo y que cualquier persona podía usar ese servicio, incluso yo, aunque era muy probable que mi cabeza fresca no lo precisara, pero que con los años seguro que volcaría mis lamentos a esta cinta de agua y que con dichas aguas mis tristezas partirían y yo podría volver a cargar mi mochila con nuevos pesares para otra vez comenzar la rueda interminable de la vida. Como todo juego debía saber que tenía sus reglas y que eran inflexibles. La primera, debía ir sólo hasta el borde del río, solito con mi alma, no debía llevar nada escrito ni preparado, debía tratar de conectar la boca con el corazón y largar las palabras en voz alta.

Segundo, en lo factible ir de noche, alejado de todo ruido para no confundirlo al Paraná en el pedido.

Tercero y fundamental, debía saber que no había vuelta atrás, el arrepentimiento, el pedido de devolución, la lástima no existían en la naturaleza, sólo cabía iniciar el oscuro camino del olvido, y lo decía con verdadero conocimiento de causa.

Fue cuando el viejo empezó a recordar en voz alta, a contar que en una oportunidad, después de una noche de celos y alcohol, cometió el error de su vida, se acercó a la misma baranda donde nos encontrábamos en ese momento y ante la disyuntiva de tirarse a las aguas o arrojar el nombre de su amada, eligió para su mal esta última opción.

¡Irene! ¡Irene! ¡Irene!, gritó tres veces como nunca antes lo había hecho, venciendo al fuerte viento proveniente de las islas.

Después de dormir veinticuatro horas seguidas, poner su mente en claro, saber si había pasado en sueños o en la realidad, soportar el fuerte dolor de cabeza, llegarse hasta la orilla, y darse cuenta del error cometido, empezó a buscar su nombre.

Especuló que hubiera quedado enganchado en algún camalote, o quizás por ser una zona de pesca en algunas de las tantas líneas y plomadas que había en el fondo, recorrió todo el muelle llamándola. Sacó cuentas, sabía que las aguas del río corrían a seis kilómetros por hora, no habían pasado más de treinta y seis, intentó en Villa Constitución, San Nicolás, y se detuvo antes de comenzar el delta.

Hasta el día de hoy se arrepiente de no haber tenido en cuenta el viento, la sudestada que azotaba el lomo del río. Cree que Irene siempre estuvo muy cerca de él, que la culpa fue suya de haberla buscado por lejanos lugares.

Hace como treinta años que no la reclama, que decidió ir a buscarla al fondo del mar, cuando sus cenizas sean volcadas en el mismo lugar donde él arrojó su nombre, para seguir su propio camino, pero mientras espera, su misión era avisar a todos que no cometan la misma locura por él cometida, como lo estaba haciendo conmigo.

Y después dicen que la naturaleza es sabia" --atiné a decir--. Será sabia pero es muy poco humana, como no se la devolvió, don Gerardo, ¿Por qué? Si usted la amaba, le pregunté.

Después de un silencio sabio y de mirar detenidamente el río como pidiéndole la respuesta buscada, soltar todo el humo de la última pitada, de mirarme fijo y mostrarme su sonrisa franca por primera vez, me dijo: "Y... debe ser porque lo primero vale y lo segundo no".

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