CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
¿Dónde está aquella hilera de paraísos copiosos que rodearon la casa y el almacén de mi abuelo? Las veredas eran altas, las zanjas un poco profundas para desaguar convenientemente cuando las lluvias arreciaban sobre el pueblo indefenso como un pollo. Esas veredas con los cordones de ladrillo para evitar que se desmoronase en polvo pulverizado sobre la ancha calle de tierra, esa calle que en diciembre recibía todas las mariposas del verano y absorbía los calores de fragua con las hojitas valientes de los paraísos que no sé quien había tenido la sabía precaución de plantar alguna vez allí. Para que acogieran bajo esa sombra propicia de ese grupo de niños que jugaban en el vaho de la siesta con sus trompos, sus bolitas lujosas o pobres, o cachuzas de tanto ser golpeadas con total impunidad por esos bolones de acero o los partidos --a las cabecitas-- con esa pequeña pelota de goma roja con su listado inevitablemente amarillo. Un amarillo que los años no acaban de percudir a través de las capas superpuestas de recuerdos.
¿Y los nombres de esos pibes que jugaban conmigo? Valentín Prámparo, Beto Modernell, Jorgito Villarreal, Oscar Torres. ¿Quién más? Como con ellos jugábamos ocasionalmente, es decir, cuando mi madre me llevaba a pasear a la casa de mis abuelos, casi no eran mis amigos, sino ocasionales compañeros de juegos, aunque luego en la escuela nos cruzáramos en algún curso. Lejos de mi barrio. El Jazmín recordado y amado hasta hacer un mundo obsesivo y minucioso de vivencias, tal vez reales, tal vez inventadas.
En esa esquina del almacén de mi abuelo compré --a mis quince años- un ejemplar de Por quien doblan las campanas a Valentín Prámparo por cincuenta pesos. Una edición que todavía conservo, claro que este tiempo que pongo sobre mis años y ese espacio inconmensurable como el cielo, digo, este tiempo de cuando yo era apenitas un proyecto, estaba muy lejos de pensar, siquiera adivinar que algún día se me iría a ocurrir este vicio de leer y aún amontonar palabras para que otros lean. Pero en fin, así es la vida, diría mi buen amigo, el poeta salteño Santiago Sylvester.
Más arriba escribí cuatro nombres, con uno de ellos, mi tocayo Villarreal, vestíamos la casaca del glorioso Palenque en los campeonatos de Baby Fútbol que organizaba la Cooperativa Agrícola. Los cuatro se fueron desgranando con los años y la distancia y no los volví a ver. No obstante, ahora que lo pienso, a este compañero de fútbol es al que más he frecuentado, digo, más tiempo a través de los años. Aunque al día de hoy, rato hace que no lo cruzo.
Al Beto Modernell lo recuerdo con el pelo al rape y los ojos claros, saltones, una cicatriz larga le cruzaba una mejilla, segura herida de una espina de acacia o del hilo traidor de un alambrado aquella vez que el caballo lo tiró por el campo. Una vez a los doce años de los dos, hicimos un arreo para el portugués Teixeira. Bueno tal vez quede excesivo llamarlo así, pero el hombre le había encargado llevar media docena de matungos a una chacra que quedaba en Colonia La Catalana, y que iban a engorde, tal vez para un frigorífico.
Me invitó a acompañarlo.
En una ocasión normal no me habrían permitido ir, pero mis padres estaban en Rosario y yo ocasionalmente me hospedaba en casa de mi tía Ita, vecina de Beto y del portugués. Le comenté que ese día era la fiesta de sexto grado y que yo debía actuar en una obrita que dirigía mi maestra querida, Elenita Bivi. Me tranquilizó diciéndome que a las seis de la tarde, hora del acto estaríamos bañados y listos. Con esa inconsciencia de la edad, le creí.
Me ensilló un moro manso para mí, que era pueblerino y chambón y partimos. Nada recuerdo de ese viaje de dos leguas, sólo que en algún momento me sentí el Fabio Cáceres de don Segundo Sombra, que había leído hacía poco en la biblioteca escolar, en un librito de Colección Austral, de Espasa Calpe, con sobrecubierta, que después no sacaron más.
Al final llegamos a un lugar donde había un gran tanque australiano, él bajó a abrir una tranquera y entramos con los caballos cansados que levantaron las orejas y se precipitaron sobre un gran bebedero de cemento al lado del molino, junto al tanque.
Cuando volvimos, anochecía.
Me había perdido la fiesta, mi maestra se enojó mucho conmigo, pero mi madre que vino ese día para estar conmigo me perdonó y mi tía se sonrió con esa mansedumbre que la caracterizaba por sobre el resto de los mujeres conocidas de mi infancia.
De ese día de mi pequeña aventura casi olvidada recuerdo que en un momento, pasando por cerca de la cañada de Serrat, un mar blanco de cigüeñas intentó posarse en su ribera pero al vernos, emprendió un vuelo más alto llevándose el cielo y se perdieron en el azul más límpido y perfecto de ese lejano diciembre.
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