CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Pocos minutos después de los minutos primeros lo vi cruzando el umbral del océano y me pareció que venía escapando de una situación aciaga. Venía huyendo desde hacía varios siglos. No me equivoqué: este personaje huía de las historias vinílicas y de los autores documentados. Por esta razón creí que estaba en busca de un narrador que lo narrara. Que buscaba, por ejemplo, un Pavese, elíptico y mesurado que lo liberase de la grandilocuencia de las tragedias y del regodeo de las penurias. Fuimos a tomar algo al bar y le expliqué que los personajes que cruzan un océano están destinados a grandes historias épicas o amorosas, y por lo tanto, los autores, al conocer su estirpe, perderían todo equilibrio, toda modestia, toda serenidad, toda capacidad de síntesis. Se engolosinarían con su deseo de vivir y su conciencia. El comprendía esto pero no se resignaba.
En el bar llamaba la atención porque era distinto de todos los personajes que suelen beber algo conmigo. Siempre estoy con el jorobadito, o con Godot, o con Berenguer, o con Dulce Persona o con la Filídula. Siempre en el mismo bar, a la misma hora, en la misma mesa, con la misma gente. Pero no sólo por eso la presencia del personaje inquietaba al mozo y a los habitués, sino que también llamaba la atención por sus pies de cruzar océanos.
A mí me parecía pertinente que este personaje buscara un autor que le hiciera honor y justicia. Un autor que lo sacara del montón, que lo pusiera sobre relieve. Un Puig que lo hiciera más humano y menos peregrino.
El estaba seguro de que podía brindarle asesoramiento y yo también confiaba en mí porque sé muy bien lo que leo. Por algo bebo siempre con la misma gente: tengo claro con qué personajes me embriago y con qué desclasados exploro el mundo en el que vivo.
Este personaje, abandonado de toda teatralidad, era un caso conmovedor hasta para el mismísimo Pirandello porque, a diferencia de sus seis vástagos rechazados, éste huía de todos los autores que querían escribirlo. Yo, en su lugar, habría hecho lo mismo. Soy muy celosa de las palabras que me nombran, de los besos que me dan, de las veredas que coloco bajo mis pies, de los logros que admiro.
El y yo coincidíamos en que lo más apropiado para un cruzador de océanos de su estirpe era un relato que lo narrara en segunda persona. Pude sugerirle entonces, a la exquisita Lorrie Moore, verdaderamente fina e inteligente, capaz de escribirlo como él se merecía. Claro que la lengua inglesa no le resultaba a él (ni a mí) lo suficientemente atractiva. Es la lengua de los negocios, del turismo y las invasiones. La bella Lorrie, el amado Whitman, los viscerales beats, el mínimo Carver, el trémulo Cheever, sí estarían a la altura de su circunstancia, pero si lo escribieran en una lengua menos degradada por sus paladines políticos. Nos permitimos semejante chisme en un momento de alcohol y picardía.
A lo largo de la charla pensé en presentarle a Raúl Pérez, el escritor ecuatoriano que tuve el gusto de conocer. Consideré que su organismo y su alma podrían ser bien tratados por la sensible y poética narrativa de este autor no contaminado que le iba a garantizar también una índole de lector a la medida de sus huesos.
El me escuchaba atentamente, confiaba en mi criterio. Ese exceso de confianza me obligó a advertirle que a veces peco de demasiada sutileza y que, si seguía muy a pie juntillas mis cavilaciones, corría el riesgo de quedar afuera de los grandes relatos y de pasar inadvertido por los grandes medios, por los grandes editores, por los grandes críticos. Obviamente, todo lo grande a él le parecía chico.
Este personaje, acaso porque escribo desde el otro lado de lo escrito, acaso porque no escribo la clase de relatos de los que él venía huyendo a través de los siglos, vino a mí para que hiciera oír su voz de personaje a la deriva por el mundo de las futuras lecturas. Vino a mí para que lo salvara de los libros. Vino porque yo creo en pocas cosas, pero creo en los personajes y en los relatos que todavía no han sido escritos.
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