Lun 28.11.2011
rosario

CONTRATAPA

La gente que pasa

› Por Gary Vila Ortiz

El pasar del tiempo acrecienta la memoria del ayer más lejano y se complace en encontrar detalles que reaparecen con más nitidez. Cosas posiblemente sin importancia para los otros, pero sin duda que deben significar mucho para mí.

En el campo de mi abuelo había una vieja casona la cual solamente a veces contaba con electricidad. Abundaban los viejos faroles a kerosene, había una gran victrola a cuerda y un mueble en donde se encontraban los libros que publicaba La Nación.

En un esquinero estaba el cuarto más viejo de la casona, que tenía otro cuarto arriba que había sido hecho cuando por esa zona llegaban los indios, ignoro si los malones. A ese cuarto se llegaba por una escalera de caracol que supo ser la estrella de muchas películas de miedo. Yo dormía en ese cuarto en el cual había un retrato de la madre de mi abuelo. En algún lado debe estar. Era, supongo, un daguerrotipo muy bien hecho, en el cual se veía su cara. Se llamaba Santo López y la discusión familiar era que algunos aseguraban que era una india y otros lo negaban. Yo estoy convencido de que se trataba de una india, y eso me llena de orgullo.

Durante unos cuantos años, pero yo todavía no había nacido, todas las noches alguien subía y bajaba por esa escalera de caracol y a muchos les daba miedo y trajeron un sacerdote para que tomara las medidas de la caso. Aparentemente los misteriosos pasos desaparecieron. Pero cuando yo empecé a ir y a dormir en ese cuarto los fantasmas volvieron y creo haber conversado con ellos, pero tal vez eso pertenece a mi imaginación y al deseo de que eso hubiera ocurrido.

Ignoro qué habrá sido de ese casa, tal vez se encuentre muy derruida, pero todavía en pie. El campo de mi abuelos se recostaba sobre el Arroyo del Medio, del lado bueno, es decir de Santa Fe. Los pueblos más cercanos eran, hacia un lado Cañada Rica y hacia el otro Peyrano. Los caminos eran de tierra y alguna vez por uno de ellos vi pasar los autos de esas viejas carreras en que se destacaban Fangio, los hermanos Gálvez, Víctor García y muchos otros que, creo, fueron desapareciendo.

Dicho sea de paso, en ese tiempo se elegía entre dos posibilidades, aún cuando hubiera más para elegir. En las carreras estaban los que querían a Fangio en su Chevrolet y otros a Oscar Gálvez en su Ford.

En polo estaban los partidarios de Venado Tuerto o del El Trébol.

A quienes nos gustaba el té había dos para elegir, el té Sol y el té Tigre. A mí me gustaba el té Sol y siempre que podía lo acompañaba con las galletitas Mitre, que venían en una caja rectangular. Las últimas que comí fue en Sorocabana que me conseguían cada tanto las galletitas en paquetes más pequeños.

Volviendo a la casa del campo en la misma había un piano vertical desafinado en cual solía pasar largo tiempo tratando de "componer" algo, algo, claro, que nunca compuse.

Por la noche, con el farol de kerosene en una lata de galletitas, jugábamos al truco de seis: mi abuelo, sus cuatro hijos varones y yo, que era el nieto mayor. No era ese mi único privilegio. A la hora de la cena, si por la mañana habíamos almorzado un par de corderos a la parrilla cuyo fuego estaba hecho de marlo, a mi abuelo le traían la cabeza del cordero hervida. De esa cabeza me correspondía comerme el ojo del cordero. (Ahora pienso que eso del Ojo del cordero podría ser un buen título para una novela policial).

Una de las últimas veces que fui, llovió a mares. Yo tenía un Citröen y creo que tres hijos. Por supuesto que mi desastrosa economía se llevó, entre otras cosas, ese auto, (que por otra parte, es el único que tendría de poder tener uno, pero el de aquellos años, no los nuevos). Ese día de regreso, al salir de Cañada Rica, un baqueano me dijo que me pusiera al medio del camino y manteniendo la misma velocidad. Como buen inconsciente lo hice y todavía puedo escribir estas líneas.

A la casa del campo se llegaba por una galería de casuarinas unos árboles como los eucaliptos que los tengo marcados en la memoria.

Otra memoria que me persigue es la imagen de mi abuelo, que ya debía andar cerca de los noventa, sentado en una silla con su sombrero y una macana en la mano. ¿Sabe el lector lo que es una macana? Un látigo de mango muy corto y duro con una larga y fina y entrelazada cinta que mi abuelo manejaba con pericia. Tanto yo como mis primos supimos recibir unos buenos latigazos.

Como las gallinas andaban sueltas, solamente se juntaban para ir a uno de sus dormideros, un aguaribay que estaba frente a la cocina. Mi abuelo había trabado amistad con ellas y notaba si alguna de las gallinas no aparecía. En la costa salitrosa, donde pastaban las ovejas, había una multitud de tucuras y la caballada, en la cual se había mezclado un burrito que me había regalado el doctor Celoria, que se llamaba Baldomero. los padrillos le tenían muchos celos, pues a las yegüitas ese burrito las atraía particularmente. Además siete gansos que siempre fueron siete. Y que yo espero que lo sigan siendo en ese sitio donde van los gansos cuando se mueren.

En apariencia el título de esta contratapa no tiene relación con lo que he escrito, pero la tiene, al menos para mí. Caminando por estas calles de Rosario vi una persona que era igual al Vasco Ardanaz, que vivía en el campo y fue siempre un personaje entrañable. Lo recuerdo, sobre todo, por las partidas de sapo que jugaban con mi viejo. ¿Quedarán sapos con la vieja y todo, que si se la acertaba se lograba el puntaje más alto?

Y el pensar en Félix hizo que los recuerdos comenzaran a fluir naturalmente y como vinieran.

La gente que pasa suele traernos recuerdos, más que nada la gente que no conocemos. Pues la que sí conocemos nos lleva a ciertos recuerdos en particular.

Días pasados miré a una muchacha esperando el ómnibus. Yo he esperado ómnibus muchas veces, pero el recuerdo que me trajo fue el de un tranvía, el 23, que venía por Santa Fe y doblaba en Italia, cuando Italia iba para el otro lado. El tranvía estaba lleno. Y me tocó quedarme como pegado a una chica por la cual sentí un profundo deseo que todavía experimento o mejor dicho la memoria lo tiene guardado.

Dependemos de los otros y esos otros son justamente la gente que pasa y que me gustaría que siguiera pasando. Al menos hasta el Apocalipsis.

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