CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A doña Julia Naly
a biblioteca en ese tiempo tenía una sola pared cubierta con estantes que no llegaban al techo. Doña Julia García de Baud Naly asentaba minuciosamente esa magra existencia que dependería en general de donaciones, con su letra prolija de profesora de dibujo.
Doña Julia, como popular y cariñosamente la llamábamos, dos veces al año se tomaba el trabajo de forrar uno por uno y aplicarle una etiqueta engomada al lomo de cada volumen donde constaban el autor y el título.
Fue la bibliotecaria histórica del Club, que en sus ratos de ocio enseñaba dibujo y pintura a un grupo de adolescentes lánguidas y tal vez más preocupadas en ese tiempo en conseguir noviecito que en un avance positivo en el arte que habían elegido tal vez para matar el tiempo, mientras a hurtadillas espiaban el movimiento de los jóvenes que se acercaban al club donde funcionaba la biblioteca (y funciona aún hoy) en sus instalaciones, llevadas tal vez por temas menos espirituales como el billar o el siete y medio o directamente a practicar básquet en la cancha al aire libre que lucía sus célebres baldosones colorados.
La bibliotecaria era tan distinta al resto de las mujeres que habitaban el pueblo cansino de entonces que merece un párrafo aparte de este relato.
No puedo no mirar con la piadosa ternura que me inspira la escalofriante distancia de los años cuando recuerdo a ese flaco e ingenuo adolescente que un día traspasó esa puerta. Ya había leído íntegramente la más que exigua biblioteca de mi escuela (¡La gloriosa Nacional Nº 156!) y no tuve más remedio que arrimarme a ese templo respetable --para mí- que era la biblioteca del Club, la Belgrano, pero no tuve más remedio, porque dinero no había y los libros se conseguían con dificultad a través del Bazar La Primitiva, de don José Bessone que tenía un lugar para venta de libros (en general textos escolares) y papelería diversa, y también las maravillosas revistas de historietas a las que éramos adictos. Decidirme a cruzar la puerta fue algo así como encontrar mi destino, o algunas de las posibilidades que me deparaba, casi podría aseverar sin entrar en el plano de las exageraciones o en la no buscada constitución de un mito personal.
Doña Julia me atendió con esa suave dulzura, esa bonhomía delicada que usaba para todo adolescente que se arrimaba a hurgar entre sus libros amados.
Como mis lecturas era arbitrarias y erráticas, como las de un auténtico "autodidacta", ella, doña Julia, comenzó a orientar mi lecturas con sus recomendaciones que no excluían las grandes novelas románticas (por ella leí cuarenta novelas de Hugo Wast) con otros textos muchos más sesudos que apenas entendía.
La biblioteca, tal vez por razones económicas, estaba muy atrasada en literatura contemporánea, pero creo haber aprovechado todo lo que su humilde condición me ofrecía, cosa que nunca agradeceré suficientemente como el trato diario, cordial no exento de giros maternales con los cuales esta mujer cincuentona ofrecía a mi adolescencia ingenua, soñadora y llena de los más puros sentimientos como son a los dieciséis años todos los proyectos de los seres humanos, o al menos así lo eran para nosotros, ya que yo trato de revivir no sólo mi experiencia sino la de mis amigos de entonces.
El nombre de doña Julia ronda muy seguido por las mesas del bar del club Huracán y en algo coincidimos todos: era una mujer atípica en el pueblo, que tenía sus propias ideas y se vestía de una forma muy atildada para la época.
Había llegado al pueblo siendo la esposa del Flaco Naly, es decir ese bohemio que se llamó Enrique Baud Naly y que la había conocido en sus correrías por la vida porteña que llenó en su juventud.
Habían tenido una niña que falleció a los tres años y eso tal vez los recluyó en el pueblo.
Al Flaco lo habían criado don Juan Lucchini y su esposa, porque era huérfano, Don Juan era el mejor tornero y matricero del pueblo. Trabajaba en la casa Arregui, potencia comercial de aquellos años, allí según mi amigo Miguel Fredi, hacia adaptaciones en los motores de los precarios automóviles de entonces.
Cuando el Flaco la abandonó por una adolescente, alumna suya de teatro, ella siguió, inmutable, con su vida, cuidando a sus suegros, hasta que éstos fallecieron, muy mayores.
Me hablaba con admiración no exenta de amor de ese irresponsable, ese loco lindo de la época, a quien no conocí, pero el pueblo no sería el mismo sino circularan aún sus anécdotas cuando suele cundir el aburrimiento.
Omar Spizzo me supo contar que doña Julia pertenecía a una familia de músicos muy conocida de Buenos Aires. Músicos habían sido sus padres y sus hermanos, y ella me contó cierta vez que tocaba el piano y el bandoneón. Habilidad esta última que me fascinaba porque yo sólo la creía una actividad varonil.
Y una sonrisa de amable agradecimiento me recorre cuando descubro que le debo haberme gratificado con su atento cariño esos dos últimos años que pasé en el pueblo pensando como haría para irme. Sin pensar todavía cómo iban a perseguirme esos inmensos cielos bajos del atardecer, cuando ella ya no estuviere entre nosotros.
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