CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Lidia Manavella y Carolina Iglesis, i.m.
De los veranos vienen las antiguas cosas. De los amaneceres de cuando el sol iba recogiendo imperceptiblemente las gotas del rocío. Del olor a romero, a albahaca, a limón partido sobre la tabla donde mi madre cortaba con precisión la panceta ahumada que serviría con pan casero y un café con leche humeante recibiendo esa mañana auspiciosa de frescor infrecuente, pero que se iría desvaneciendo a medida que transcurriera el día, y cuando el zurear sostenido de las palomas que anidaban en los ceibos presagiaba un calor intenso e insoportable al entrar de pleno en la siesta.
El olor sin embargo a pan tostado se recuerda, como una rémora interminable que somete a los inviernos. En los inviernos era la escuela, la paspadura de los puños, los sabañones en las orejas: indefensas, la escarcha que nos esperaba en los charcos. Evitábamos romper ese hielo pese a nuestra tentación porque la leyenda popular decía que entonces se levantaba viento y tendríamos más frío.
La escuela traía, de suyo, más concentración y más disciplina pero otros placeres. Y sobre todo la sonrisa ancha de la señorita Lidia, con esa trenza tan rubia.
La señorita Lidia era rosarina y vivía en época de clases en la casa de los Juárez, es decir de doña Blanquita y don Laureano.
La señorita Lidia compartía su habitación con una mujer delgada, alta, que tenía la nariz imperceptiblemente en gancho, se peinaba con rodete y era de Venado Tuerto. La señorita Carolina se llamaba, y murió muy joven. No llegó a ser mi maestra porque ella daba en sexto y yo apenas estaba en primer grado y mi maestra era su amiga, la inefable señorita Lidia, quien el primer día de clase nos esperaba en la puerta de la escuela, para darnos la bienvenida.
Como yo empecé mucho más tarde tuve el privilegio de ser ese día el único a quien ella dio un beso en la mejilla, me tomó de la mano y me introdujo por esa puerta de arcos altos que todavía existe, y me llevó a través de aquella galería de grandes ventanales con vidrios amarillos y verdes hasta el salón donde un tumulto de niños de mi edad se corrían entre los bancos y los pupitres. Allí fui presentado, pese a que a muchos conocía porque eran de mi barrio.
Durante todo ese año ella estuvo a mi lado, al menos eso siempre sentí, que era su único alumno, y de los grandes bolsillos de su guardapolvo impecablemente blanco y almidonado ella sacaba una gran goma con la cual disimulaba mis torpezas traslucidas en manchas oprobiosas que me ponían tan en desventaja frente a varios compañeros míos, muy prolijos. Esa no era mi virtud pero trataba de recomponer mi imagen al desorden con mis aplicadas dotes de lector, tratando de pronunciar con exactitud cada palabra nueva que aprendía.
Nunca fui de los primeros ni tampoco de los últimos, y trataba portarme bien para que las quejas no fueran a mi padre, quien como todos en aquella época era muy severo. No siempre lo conseguía pero donde sí era el primero era en correr hacia el patio, en el campanazo del recreo para jugar ese partido breve con la pelota de trapo, que pese a su aparente inocencia también rompía de vez en cuando algún vidrio.
En ese edificio querido hoy funciona el Jardín de Infantes que no existía en mis tiempos de niño. Se cambiaron las tejas del techo por unas de chapa. Las tejas eran rojas, el nuevo fue pintado de verde. Tiene baños nuevos, a los vidrios de la galería los suplantó unas paredes que pintaron de blanco, pero los plátanos aquellos siguen en pie y las moreras que usábamos como arcos para jugar el fútbol, también. Ese patio de césped contra la cortada Pascual Echagüe y la placita Sarmiento está igual. El frente que da al Club tiene unas inmensas lajas nuevas donde nosotros hacíamos la huerta y se me hace que el mástil es el mismo. No quedan las plantas de níspero en la casa de la directora, sobre la cortada Mariano Vera.
Tampoco quedarán muchas personas que recuerden a esas dos maestras jóvenes -Lidia y Carolina- que en los recreos iban caminando, tomadas del brazo desde la puerta de entrada hasta la puerta del edificio, confesándose sus cuitas, mientras el bullicio de los alumnos con sus gritos y sus corridas se mezclaba con el canto de las tacuaritas y las calandrias y el arrullo de las torcazas, que hacían sus nidos en esos ceibos que los años se llevaron para siempre.
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