CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
a Mario
UNO. La olvidadiza de sí misma no es abogada, no es contadora, no es dramaturga, no es enfermera, es una enfermedad: sólo puede describirse por sus síntomas. Ella y sus estados son un todo indivisible. En efecto, ¿qué sería de la olvidadiza si no estuviera constantemente a merced de la esperanza, del temor y la tristeza? ¿Cómo podría tomar conciencia de sí?
Lo capital es que ella atraviesa diferentes fases. Sus sentimientos son el núcleo, el centro de atracción donde se agolpan, excitados, otros acontecimientos de más alto o bajo grado. No producen en ella la misma excitación el vuelo o la caída. Además, su innatismo aurífero, hace que no tenga recuerdo de su vida concreta. Se olvida de sí, pero recuerda todo lo que ha mirado.
La olvidadiza es de esa clase de mujeres que pone pigmentos suaves a las superficies duras. Es alguien que se queda en un rincón como un plato con leche. Esta discreta habilidad para andar por el mundo sin que el mundo la advierta, proviene de una vida inmensamente modesta que le niega todo. Si la olvidadiza estuviera a punto de morir, sus últimas palabras serían "viva la vida" porque no puede dejar de fracasar con la esperanza. Por haber sido alimentada desde niña, con generosos bocados de indiferencia y desolación, muy naturalmente se ha hecho ausente, y se ha hecho bella.
DOS. El está enredado en una compleja vida emocional: al cumplir los cincuenta se encuentra obsesionado por una rubia musculosa, de pelo largo, que lo aplasta como a una hormiga ante cualquier temblor.
Frente a ella ensaya sus pasos de magia y de poesía, pero fracasa: desaparece cada vez que trata de aparecer o escribe silencios cuando intenta palabras. La rubia no disimula su fastidio, pero él la quiere igual, porque está hecho para amar a las rubias y los imposibles.
El siempre llega al otro lado sin siquiera probar la vieja droga alucinógena llamada yagué. Su gran problema es la inmensa sensibilidad mezclada con el terror a parecer débil. Escribe, fuma y se emborracha desde el primer momento en que a conciencia violentó el lenguaje y soltó a la vez el esperma y el alma.
Mientras era sólo una joven promesa de las calles, su vida transcurría con una ordenada confusión paranoica. Caminando o escribiendo, se extraviaba como un perro enfermo de rabia. En esta tensión extrema radicó buena parte de su originalidad poética y ambulatoria. Hoy día él es uno más de tantos transeúntes que sueñan su propio insomnio y ama a esta rubia masculina aunque le haya confesado que jamás leyó sus poemas y ni piensa perder un segundo de su vida dinámica y productiva ante una mariconeada verbal. Es así como él vive. Lleva a su rubia en taxi a El Ideal o La Florida, para no dejar de sentirse solo como un perro solo.
El ya no sabe si por las mañanas el día amanece o se masacra. Poco a poco va perdiendo el centro de su vida. Pudo haber escrito libros muy buenos pero todos fueron publicados, con anterioridad, por otros poetas.
Para él la literatura y la vida son una misma cosa y puesto que no escribir es no vivir, se encuentra en un momento complicado: el mundo se le ha caído sobre los pies.
TRES. Así como los muertos no cavan su propia tumba yo no escribo mi propia obra, porque sólo unas retorcidas ideas, fuera de molde, son la flor de mi creación.
A medianoche se reaviva el germen que interviene en mi vida cotidiana, en mi vida patológica, en vida insuficiente. Sobre todo en mi vida insuficiente. Esos bruscos aportes que me brindan la cerrazón y el insomnio, me ponen patas arriba en el pedestal de la escritura.
No se acuse a Cohelo ni a Bucay: lo que no leo se mete dentro de lo que no pienso y me provoca estos bruscos aflujos de humores, indecencias y calamidades.
Podría justificar mis tropiezos diciendo que nací en un hogar puritano y represivo, o que he dedicado mucho tiempo al montañismo y me faltó llanura. Cualquiera pudo ser la razón que me convirtiera en ráfaga que jadea por el mundo. Y aunque me hayan obligado a peregrinar de rodillas con mi humanidad a cuestas, sobrevivo a tanta falta de fe, de cordura y esplendor, porque estoy convencida de que en el cielo ya nadie cree haya vida aquí, en la tierra.
CUATRO. Era poco más de medianoche cuando las descubrió desnudas, abrazándose en el cuarto del departamento que está frente al suyo. Urgentemente marcó mi número al verlas tendidas en la cama con las lenguas colgando, babeándose el ombligo. El es un gran relator de actos obscenos. Doy fe, pues me ha contado películas descaradas con lujo de detalles para que mi espíritu se eleve. Esta vez las escenas provenían de la realidad. No era un asistir a misa sino un estar frente a dios, a una ventana de dios, para ser exacta.
Las chicas se prodigaban lengüetazos con equidad. Cuando una de ellas sostuvo el juguete de siliconas con los dientes, yo que escuchaba lo referido, ya podía anticipar e imitar con mis manos lo que iba a suceder: la que estaba de rodillas metió, con la boca, el trasto entre las piernas de la que se retorcía como una serpiente escaldada. El me describió el vello encrespado y suave rozándole la nariz a la que no soltaba el juguete de los dientes. Fue entonces cuando se dio cuenta de que veía la escena a través de la ventana, pero los gemidos, una vez más, le llegaban a través del teléfono.
CINCO. No me mires como si yo recién empezara a existir. Llevo noches abrazada al teléfono, abrazada a la obscenidad, abrazada a la imprudencia de estar viva y esperarte.
SEIS. Aferrados al teléfono cometemos la decencia de copular sin concebir y generamos los frescos trastornos psíquicos de estar solos sin soledad, de estar unidos sin unión.
SIETE. "Pero, ¿es posible, es posible?", exclamó cuando lo empujé contra la mesa y me lo serví sin aderezos porque tenía decidido comer sano. Creo que por primera vez en la vida derramó las lágrimas que desde niño se había negado. Lo comí despacio como si creyese en la vida, en el orden de las cosas, en la salud mental.
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