CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano
Cuando no ando en las nubes -dice Edwin Madrid, poeta ecuatoriano- ando como perdido. Algo así me pasa hoy a mí, tan lejos que estoy de las nubes, acá, con este sol radiante. Y si no fuera porque me he enterado que volvió la luz, seguiría a oscuras.
Sabré qué es lo que deseo cuando lo tenga cerca, ahora, húmeda la piel, las cejas, sacudiéndome el dorso de la mano, armo, meticulosamente el instrumento brillante. Ya antes he cerrado la ventana para evitar el resplandor, la radiación, el calor que viene del resto de la ciudad.
Pasará, pienso, el verano otra vez como pasaron tantos disgustos y decepciones, más aún, sigo pensando, ya nadie vendrá a preguntarme qué es lo que hice, a juzgarme, ni vivo ni muerto, y procuraré de nuevo, otra vez, sutilmente, armar el atril, colocar la partitura y calarme los lentes de présbite, porque los necesito para leer, para tocar.
Necesito, sin embargo, pienso mientras automáticamente soplo para producir la vibración de la lengüeta que genera un sonido potente y transfigurado, unos días de descanso, ir, aunque más no sea por un impulso ventoso, hasta otra parte.
Reviso, sin embargo y mientras tanto, el ojo del gancho que sostiene el instrumento, lo paso, lo tensiono, lo aflojo: nunca me convenzo de que puede estar lo suficientemente vinculado como para no caerse mientras esté tocando.
Ha hecho sol, me digo mientras acomodo las partituras. Ha hecho tanto sol, pienso, que el bitumen de las calles se ha vuelto fluido y si en este momento en lugar de estar preparándome para tocar estuviera caminando por la calzada sentiría en el leve discurrir de mis piernas la fluidez del pavimento negro.
Y sin embargo pasará, me repito, el verano, y no habrá error, no habrá soledades, no habrá ese discurrir atento de los segundos interminables, el silencio atronador que me devuelve a mi propia vanidad vacía de otros, el temor por las caricias idas, pasará pasará pasará, me repito como un mantra mientras a las manos las voy disponiendo para que los dedos estén cada uno en su lugar y corro, poniendo, como al pasar, el instrumento algo oblicuo y aún en el silencio, el calor y la oscuridad, resuena en mí esa melodía que de tan mía me resulta extraña. Me ha venido desde lo más hondo de la memoria y suena y resuena y yo deseo, espero, pretendo, anhelo, que salga de mí, para que la escuche yo, tanto me resuena en el silencio del corte de luz que por afinar abro la tapa del piano y voy probando dos o tres notas porque no estoy seguro de por dónde empezar con esta melodía que conozco y que reconozco y que suena dentro de mí. Quiero tocarla para nadie, en silencio, en la oscuridad, en el tembloroso carnaval del corte de luz, del calor, del verano acá.
Gané, me digo, esta soledad justa, este abandono renacentista que me volcó al sillón muchas semanas pero ahora, me sigo diciendo, porqué será que estos espíritus impredecibles que me habitan quieren hacer sonar su música.
Toco: toco una melodía alambicada y dura que a mí mismo me sorprende porque ya no necesito pensar cuando siento que mi corazón late al ritmo de la música en el silencio espeso de la noche calurosa de acá, toco con soltura y desenvolvimiento como si conociera de antemano lo que voy tocando, toco para nadie, para la noche oscura de la ciudad, para el corte de luz, para los que no me oyen, porque no me pueden escuchar, porque no están en el edificio, en la ciudad, en este mundo de vivos abrasados por el calor, la oscuridad y el silencio.
En el lento devenir de la melodía se va acortando el cabo de vela que iluminaba con sus sombras la penumbra de alguna fuente de luz percluída en lo hondo de la ciudad y entiendo que también mi música algo consume, tiempo, velas, aire, energía, latidos. Al corazón lo tengo emparchado y sigue sonando, y los días pasan. Voy, sin embargo, haciendo de esta melodía otras melodías sordas que romperán el silencio de los vecinos inquietándome. Una luz se desliza por la ventana, siento que me han descubierto, que no estoy solo. Limpio el instrumento meticulosamente.
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