Mar 14.02.2012
rosario

CONTRATAPA

Encorsetados

› Por Víctor Maini

No tirarse al río sin la presencia de un mayor, no ir hasta el parque Independencia solos, no molestar a los vecinos en horas de la siesta y no hablar con el viejo "Plátano". Prohibiciones comunes para todos, las tres primeras se podían entender, pero la última, ¿por qué? El viejo vendía huevos en un local de San Juan e Iriondo, no sólo nunca nos había hecho nada sino que dos veces nos había devuelto la pelota que había caído en su casa.

Caminaba con mucha dificultad, limitado en sus movimientos por un corsé que llevaba puesto desde muy joven, producto de una caída mientras acomodaba embarcaciones para ricos en un club de la costa. Estaba vivo de milagro decían las vecinas, pero si bien trabajaba todo el día, incluso hacía un reparto en una motocarga, estaba catalogado como un viejo malo, raro y muy miserable. Doña Edith, cuando comenzaba a mover su cuerpo apoyando el peso en una pierna primero, para después desplazarlo a la otra, moviendo su cintura como una víbora y acompañando con un ruido de llaves que iban de una mano a la otra simulando el cascabel del ofidio, todo sabíamos que se prestaba a destilar veneno.

Fue en medio de esta danza macabra que nos develó por qué le decían "Plátano", que nada tenía que ver el árbol gigante que había en la puerta de su casa, sino que el origen del apodo estaba en su avaricia, ¡plata no!, gritaba la vieja, agregando que no la gastaba ni contra la pared, para terminar diciendo que el viejo vendía los huevos pero que no los comía para no tirar la cáscara. Aseguró también que alguna loca le debía sacar la plata, ya que ella lo veía todos los domingos llenar de paquetes su motito y volver por las noches. Para terminar su pobre discurso diciendo "ya la vamos a conocer a 'esa', cuando se quede con todo, ya le queda poco al pobre".

La guerra fría se había trasladado al espacio, todos teníamos un disfraz de astronauta de algún acto en la escuela o de la participación en el corso de Bv. Oroño. Los adultos estaban divididos en Sputnik y Apolo, como en Chevrolet y Ford. Todos menos el viejo, que parecía más bien un intranauta, con todos sus sentidos y pensamientos dirigidos hacia su espacio interior.

Sentado debajo de su plátano, siempre con sus lentes ahumados puestos, fumaba constantemente y parecía no molestarle ni siquiera las pelusas amarillas que se desprendían de las ramas y que enrubiaban su cabeza blanca. En varias ocasiones tuvimos que llamarlo a la superficie con un "Don Nicanor, gente, don Nicanor", para que el huevero se dignara a atender. Cuando emprendía estos viajes nosotros lo usábamos para pagar prendas, había que bailar o actuar delante de él sin que se diera cuenta. Adrián como siempre era el más arriesgado y poniendo sus índices a la altura de su frente simulaba ser un toro escapado de San Fermín que iba a embestir al anciano frenando sus cuernos muy cerca de los negros vidrios. Una siesta sin pelota a Mario se le ocurrió escribir en una cartulina blanca con letras grandes CERRADO POR DUELO y debajo, muy chiquito "se murió la gallina". Se lo pegamos en la persiana y nos escondimos para ver cómo la gente se cruzaba de vereda para anoticiarse. Después desaparecimos hasta el otro día.

La única amiga que tenía don Plátano era "la otra", una mujer que vivía pegado a su negocio y casualmente con ella nos mandó a llamar. Ninguno quería ir, pero ante su insistencia y la promesa de que no nos iba a retar, fuimos. Doble sorpresa, no sólo no estaba enojado sino que nos regaló una bandeja con huevos para que nos hicieran tortas, nos agradeció por lo que lo habíamos hecho reír y porque le habíamos alargado la vida.

Desde ese día, tuvimos un nuevo amigo en el barrio. Le ayudábamos a cargar la moto, mirábamos los huevos en una lámpara para ver si estaban buenos y el umbral de su comercio pasó a ser el living sin techo para todos nosotros. Una tarde de verano, después de mostrarse muy molesto por el calor se desprendió la camisa y nos mostró el corsé que traía puesto como una segunda piel. Nos dijo que no nos asustáramos, que gracias a eso podía caminar, y que había otros corsés que no se veían y que eran más nocivos que el de él. "Por ejemplo, allí tienen uno", dijo señalando a don Botta, un vecino tan correcto como aburrido, tan gris como sus trajes y tan puntual en su trabajo rutinario que muchos lo usaban de reloj. "Juego todos los huevos que tengo, a que duerme con pijama y medias", arriesgó. "A esos corsés me refiero, los que se llevan en el alma".

Nos aconsejó que nos sacáramos el guardapolvos ni bien llegáramos de la escuela, que tuviéramos mucho cuidado con los uniformes y que nunca dejáramos de bailar ni de crear como lo hacíamos ante él cuando pagábamos prendas. Aprovechó nuestro ruboroso silencio para intensificar su discurso, nos dijo que era una locura que nos sentaran cinco horas en un banco de madera endureciéndonos la cintura, que esta escuela nos educaba para vivir en Europa y este cine, para caminar por Estados Unidos, y que en ocasiones no sólo no íbamos a querer estar aquí, sino que ni siquiera nos agradaría ser quienes somos, cuestión que se pagaba muy caro, nada más y nada menos que con la sonrisa.

Nos dijo también que era imprescindible que resistiéramos desde chicos, porque de grandes se hacía mucho más difícil, que el argentino había adaptado el fútbol e inventado el tango como defensa, pero eran movimientos realizados desde la cintura para abajo, hechos sólo con las piernas, como si estuvieran encorsetados, y que el que lo decía sabía mucho del tema.

Por este motivo enseñaba, "cómo uno se enamora de lo que no tiene, más temprano que tarde se van a convertir en seguidores de Gardel, por su sonrisa, y cuando vean bailar a una cubana o a una odalisca, van a enloquecer ante el meneo de sus caderas".

La audiencia se había dividido entre los que creían que era un viejo delirante y los que pensábamos que era un genio, pero estaba unida en las causas de su estigmatización.

Estaba haciendo mandados por la propina esa mañana que llegó ese Citroen con dos mujeres en su interior y al ver el local cerrado se acercaron a la "otra" para averiguar el motivo. Dijeron entre sollozos que ya lo presentían, que nunca había dejado pasar tanto tiempo sin ir al Hospicio, que los chicos lo extrañaban un montón y que no sabían cómo iban a decírselo. Que todos los domingos los había acostumbrado a ir a visitarlos y llenarlos de regalos, principalmente pelotas, disfraces y unos aros para las nenas, para que los hagan girar en sus cinturas y bailen el Ula Ula, y que iba a ser muy difícil reemplazarlo.

Por su parte, la "otra" trató de consolarlas y les contó que fue de repente, un ataque, que ella estuvo con él hasta último momento y que lo único que le pidió fue que le sacara el corsé.

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