CONTRATAPA
› Por Marcelo Britos
Deberíamos poder respirar bajo el agua. Entrar despacio, sin miedo, hasta que nos cubra. Abrir la boca, la nariz, dejar que entre y nos llene los pulmones, que el cuerpo recuerde que alguna vez estuvimos viviendo en su abrazo, moviéndonos y latiendo. Entonces va a arder un poco, apenas una leve sensación de ahogo y después va a penetrar en las vías y en la sangre, como el mismo aire; y de su entidad vamos a ir tomando su oxígeno, nuestro organismo ya enterado eligiendo ese alimento vital hasta que ya no exista diferencia entre esto y aquello, no más que el nuevo paisaje transparente y móvil de los mares.
Mojó los pies en el resabio de una ola que ya volvía al centro del remolino azul y de la distancia, y seguramente a la orilla de enfrente -pensaba, la orilla que soñaba lograr, por esa razón se repitió a sí mismo el sueño de caminar por el fondo, su cuerpo pesado arrastrando las plantas por la arena, el techo intermedio de la superficie amparado de luz por el sol del techo final. Y los erizos. Y los peces. Cardúmenes de color que lo iban a envolver y a esquivar en el momento exacto anterior a embestirlo. Y la luz brillante y salvadora que alcanzaba con rayos perfectos el contorno de los corales, y alumbraba el camino entre piedras y musgo.
¿Cuándo había llovido por última vez? El cuenco estaba vacío. Si pudiera respirar y beber en el agua salada.
La otra orilla acaso sería idéntica a la suya. Quien viviera allí vería lo mismo que él en el horizonte. El océano despojado de las líneas claras que contornean el lomo de las olas, azul o verde, una franja amarilla, angosta sobre ese azul, y una reunión de pequeños árboles que se achicaban contra el poniente. Ese vecino que habitaba la isla espejo de la suya, era su propia esperanza de no estar sólo, entonces él podía decidir quién y cómo era, él podía imaginar qué hacía mientras la noche lo llevaba en el sueño, la noche fría que arrastraba el silencio entre el viento y el oleaje contra las piedras.
Esa mujer tendría agua -mejor que fuera una mujer, habría juntado varios cuencos en los días de lluvia que habían arreciado la zona algunos días antes, tendría que haber sido previsora y juntar toda el agua posible, esperando que después de la tormenta sobrevendría ese sol despiadado e imposible. Y el agua es de todos. Esa era la utopía. La tierra y el agua de todos. Y con las manos la llevaría hasta los labios, dulce y fresca. A ella y al agua. Esos labios raspados, tajeados por el calor. ¿A quién podría besar con esos labios? ¿Con qué fuerza podría sostenerse sobre una mujer? La sacaría de algún lado, y los labios se suavizan con las palabras, con la lengua ya húmeda después de la hidratación. Y ella tendría la mirada de las prostitutas de Schiele.
Podría entender también la ironía. Después de años estaba libre, pero encerrado por los muros de mar que a su vez, al verlos perderse contra los contornos de su vida, daban una sensación inmensa de libertad, de poder hacer lo que quisiera. Y no sabía nadar. Cuando tenía diez años su padre lo había empujado a una piscina consciente de esa carencia. Lo sacaron con una toalla, a centímetros del borde. Acaso podría haber flotado hasta allí, pero el terror lo había paralizado. Recordaba siempre la película de una directora de la época del cine, una mujer del viejo mundo. Todo el mundo ahora era viejo. Una enfermera atendía a un hombre quemado, en una plataforma de petróleo en medio del mar. Y el quemado no sabía nadar. Y se reían juntos de la ironía. También al quemado, cuando era niño, su padre lo había empujado. Y ambos compartían ese miedo. Y él reía solo. Y gritaba fuerte con la risa para que de una vez por todas ella saliera del reparo de los árboles para verlo, para comenzar a intentar cruzar ese trecho hasta él, porque quizá ella sí supiera nadar. Pero no podría llevar los cuencos. No para eso. No para transpirar juntos, cuerpo y cuerpo contra las chispas del fuego y las estrellas, y después nada para beber. Nada. Nadar. Si supiera.
Cómo eran las voces más allá de la suya. Cómo sería la de ella. ¿Cantaría? Se despertaba cantando todos los días una canción diferente. Y podía fingir que cantaba en inglés, en italiano. Y todas las canciones estaban mezcladas, y tenían una nueva letra, y ahí no había reglas y eran esas las verdaderas. Y las voces regresaban para cantar con él, y la de ella era suavemente grave, sin perder ese tono de mujer, con los acentos mezclados y las lenguas también. Y en la película, sobre el final, el quemado la va a buscar -Tim Robbins era y ella le decía que no podía irse con él, porque tenía miedo de comenzar a llorar un día y nunca parar, e inundar la casa con lágrimas y ahogarlos a los dos. Y él le decía que aprendería a nadar.
Otra vez dejó los pies en la orilla. El sol caía tras la extensión del resto de la isla. La brisa de una oscuridad llena y sin lobos se esparcía por la playa. Hasta las rodillas. El vaivén no era violento, era una hamaca paraguaya, una calesita lenta para que los chicos pudieran bajarse a la carrera y volver a subir para elegir otro caballo. Hasta el pecho. Cálida y susurrante. Y ya podía ver como el límite de la línea de agua elegía, según el salto de su cuerpo, entre la isla de enfrente y el fondo apenas nebuloso. Y entra por la boca y por la nariz. Y se acostumbra. Y respira. Y camina sin temor al encuentro. Sábana fría de la noche, bergantín sin paso ni tiempo.
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