CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Uno. A lo mejor son cosas que uno inventa. A lo mejor son lentas cosas de otro tiempo que a nadie interesan. Pero El Kelo -la resonancia de su nombre al menos- era algo así como ese barrilete multicolor que se elevaba orondo en el añil sereno de diciembre.
También era el mundo que abría otros horizontes, algo que excedía esa cortada donde crecía la gramilla y la quinta de don Clemente Gerlo -que era alternativamente: torre enemiga, barco pirata, casamata de guerra, pero algo que se debía abatir-.
Nosotros sabíamos que dentro de ese gran perímetro de verdes paraísos y traicioneras acacias nos esperaban las ciruelas "de muslo de dama", dijera Baldomero, los higos de más sensual pulpa, los duraznos incitando a la gula.
¿Qué más era el Kelo? Qué más era él, o sus improvisadas apariciones, o sus cartas remotas, sus postales, sino el mundo lejano, el murmurar de las tías, las incomodidades en el resto de la familia que inmediatamente se dividía ante la aparición de "ese loco lindo" como decían algunos o ese "charlatán" según la opinión de los duros.
El Kelo era un relámpago de dicha para la abulia del pueblo.
Opinaba descaradamente de los temas que con más celo guardaban las tías.
Enfrentaba abiertamente al abuelo, "en una actitud de sacrilegio" decían las tías, en actitud "de justicia" decía mi abuela, en posición francamente valiente decía yo que como todos los primos temía la fácil irascibilidad del abuelo.
Han sido los años los que percudieron sin piedad sus fotografías. Fueron los años los que separaron mis propios sueños de los que él mismo inventaba. Pero todo es peor. No son los años los que separan al Kelo de este hombre que escribe estas palabras. Son nuestras propias ausencias las que lo han ido envejeciendo a él y a mí me han hecho hombre con una impiedad de invierno. Todo esto mientras una niebla implacable nos iba transformando hasta las últimas calles del pueblo, hasta tornarlo realmente irreconocible.
Y éste sí, -no cabe duda- es el más feroz de todos los castigos.
Dos. En uno de esos pueblos desolados de la pampa nuestra se encuentran dos hermanos que no se ven desde hace años, desde que eran jóvenes.
Uno de ellos -que viene del sur en esos altos micros azules que cruzan como un veloz velero el mar amarillo de la pampa- es mi padre, y así me refirió el encuentro.
Se habían detenido en ese pueblo miserable, en la mera ruta prendida como un abrojo a la pampa, donde medraba una estación de servicio y paraban los ómnibus y no faltaba un pequeño barcito para probar un bocado o tomarse algo caliente.
Las pocas casas diseminadas por los alrededores eran desvaídos islotes en el medio de esa pampa inabarcable.
Mi padre sale a estirar las piernas por la vasta playa conteniendo manchas de aceite, mugre que desde la última lluvia nada sabía de limpiezas.
De pronto siente una mano en uno de los hombres y apenas vuelve la cabeza reconoce al Kelo que lo mira sonriente, con la naturalidad de alguien que comparte los días con nosotros, casi con el mismo aburrimiento.
--Hermano -le dice el Kelo-, tanto tiempo. Vení, tomemos algo.
-No -le contesta mi padre-. Tengo miedo que el micro me deje en este pueblo miserable.
Y se volvió sobre sus pasos sin siquiera saludarlo. Tal vez el pobre Otoño le iba poniendo el último brillo del día sobre su lustrosa campera de cuero.
De este desamor, de esta locura debo extraer mis versos.
De esta indiferencia vengo.
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