Lun 23.04.2012
rosario

CONTRATAPA

El cementerio

› Por Marcelo Contreras

Comenzaba a amanecer. La escarcha era dueña del suelo en aquella ciudad casi desierta. El invierno había empezado imponiendo respeto. En las calles apenas un puñado de personas dejaba ver retazos de piel escondida tras montañas de lana. Sólo había algunos repartidores, algún que otro trasnochado en busca de su cama y los obreros montados en sus bicicletas camino a una larga jornada.

El aroma del pan recién horneado invadía la atmósfera, brindando una sensación casi hogareña; al tiempo que el sol comenzaba a asomar su rostro en el horizonte, aunque el humo que escapaba de las bocas y las bufandas demostraba que con él aún no era suficiente.

A pesar que la mañana invitaba a la compañía de una estufa lejos del viento que congelaba hasta la respiración, había un hombre que caminaba por la ciudad desde hacía rato. Había salido a deambular luego de una mala noche repleta de pesadillas.

No sabía muy bien hacia donde iba, sólo andaba, observando el despertar de la ciudad, pensando en cosas no muy importantes y dejándose llevar por donde sus pies y los aromas quisiesen.

Llevaba puesto un abrigo largo y oscuro con el cuello levantado, guantes de lana negro y un sombrero que le ocultaba parte de su rostro.

Después de mucho andar, al menos eso indicaba su viejo reloj, se encontró parado frente a la entrada de un cementerio.

Dos columnas se situaban a cada lado del portón como si fuesen guardianes mitológicos y sólo unos escalones lo separaban de la paz absoluta.

No recordaba cómo había llegado hasta ese lugar. Durante algunos instantes trató de aclarar sus ideas. Observó a su alrededor para poder dilucidar qué camino lo había llevado hasta allí, pero no hubo caso. Parecía como si los últimos minutos se le hubiesen borrado de su mente.

Levantó la cabeza y vio que una tormenta se avecinaba. El invierno y los nubarrones conspiraban con el día transformándolo en una noche a deshora.

Percibió con sorpresa que la ciudad parecía haberse detenido, el sol estaba indeciso y las personas, al parecer, habían encontrado rápidamente el destino buscado.

Volvió a centrar su atención en el cementerio que se encontraba erguido ante sus ojos. Este estaba aún cerrado. Claro que este detalle no era importante, ya que el hombre no tenía pensado entrar de todas formas. Había un cartel sobre una de las caras del portón que atrajo su mirada. Este decía "díganos cómo funcionan las cosas en este lugar, su aporte nos ayuda a mejorar. La dirección".

Apenas había terminado de leer la última frase cuando las hojas de hierro macizo comenzaron a abrirse.

Dos empleados desganados vestidos con igual uniforme, eran los encargados de este trabajo. Ellos eran las únicas personas visibles en ese momento. Una vez realizada esa tarea se retiraron juntos perdiéndose tras una pared lateral. Ningún obstáculo se interponía entre él y el interior de aquel sitio. Ante tal invitación decidió entrar.

Subió los escalones de a uno. Sin prisa cruzó el umbral y navegó por ese mar de esperanzas desechas. Caminó entre las tumbas despacio, mirando con atención a cada una de ellas como si conociera a todos sus habitantes. Seguía solo aunque por algún motivo se sentía acompañado. De vez en cuando se agachaba para observar de cerca algún detalle que le interesaba. Había comenzado a llover y la humedad en sus guantes y su cuello comenzaban a molestarle.

Después de un rato de recorrer el lugar se dirigió a la dirección.

Al entrar en ella observó que se encontraba en un cuarto despintado, con dos escritorios y un empleado preparándose para tomar un café que le serviría de desayuno y a la vez lo protegería del frío. El hombre saluda y entra, como respuesta sólo encontró un leve movimiento de cabeza.

El empleado fue el primero en hablar.

-¿Qué desea? -dijo-.

-Vengo por una queja -contestó el hombre-.

El empleado le acercó con el revés de la mano un pesado libro de tapas negras con letras doradas.

El hombre lo hojeó rápidamente y se lo devolvió con igual ligereza.

-No es este el tipo de quejas que quiero realizar -dijo en tono tranquilo.

-No me interesa una pileta tapada, los problemas que pueda haber con el baño del fondo de la galería y las hojas mal barridas entre las tumbas. Ni siquiera las fosas profanadas en busca de algún anillo. No pretendo denunciar al empleado que realiza mal su tarea para obligar a algún familiar apenado a la incentivación.

En este cementerio las cosas no están para nada bien. Nunca pueden estarlo en un lugar donde las ilusiones de miles de personas se tapan con tierra, y eso sea tan normal que hasta se lo considere trabajo. Cómo pueden estar bien las cosas en un sitio donde se sepultan las ilusiones de una novia cinco minutos antes de su boda, donde el sueño de una madre se termina tan rápido que su hijo no tuvo ni siquiera tiempo de aprender a defenderse, donde la guerra ocupa espacio, donde a los sobrevivientes se les desangran las manos de tanto aferrarse al mármol. Donde los gritos de dolor retumban en el bronce cortando el espeso silencio y aún así nadie acude, donde las miles de lágrimas derramadas en la tierra no pueden hacer nacer ni siquiera una sola flor, donde el pasto del olvido tapa al recuerdo.

Los dos se miraron unos segundos en silencio. Luego el empleado sin dejar de revolver su café, señala una puerta con una gran cruz y un Cristo en ella.

-Esos reclamos lo tiene que hacer en ese lugar -dijo mirando al hombre-.

Pase sin golpear -agregó-, hace rato que lo están esperando.

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