CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
A Víctor Hugo Morales
A pesar de que era noviembre y el verano estaba cerca, la noche era siempre intimidante para mi madre y era muy difícil que me dejara participar del torneo de fútbol que se realizaba en el campo de deportes de la Iglesia de Pompeya. Así que no tenía más remedio que escaparme e ir sabiendo que sería seriamente castigado. Para colmo de males, me daba un poco de temor el hecho de no saber a qué hora íbamos a volver, ya que teníamos que ir a Mendoza al cinco mil y pico y eso me parecía tan lejos como el fin de Rosario. Nosotros pertenecíamos a la Sexta y la distancia comportaba alrededor de sesenta cuadras. Yo tenía trece años y era el más chico del equipo. Todos me decía El Colo... Fuera de Daniel, el único al que llamábamos por su nombre, que era hijo de nuestro entrenador, los demás (el Zurdo, Pindingui, el Chate) no necesitaban ningún permiso porque sus hogares distaban mucho de custodiar o preservar un cierto orden. (La pobreza extrema genera siempre una cierta desidia...). El mío no era de lo mejor, pero una severa restricción estaba siempre latente. Por lo demás, yo trataba de adecuarme a las circunstancias y lo cierto es que por mi afección a la literatura, sentía una cierta distancia con mis compañeros que trataba de disimular o, en el mejor de los casos, convencerlos de que quien leía triunfaba sobre el que no sabía más que jugar al fútbol.
En mi mesa de luz siempre estaban Cervantes, Dante o Hernández para comprobarlo, y el hecho de que en esos autores la amistad era el nudo consistente que sustentaba el universo de las ficciones que tramaban, propiciaba que en el juego me esforzara para estar a la altura de ellos. El fútbol era nuestra manera de estar unidos, de ser solidarios y de sentir, por ejemplo, que siempre había uno que en un partido y en su puesto era el mejor del mundo. Así idealizamos a Obdulio Varela, a Ermindo Onega, al Trinche y al Chango Gramajo... Por lo demás, con Pindingui era con quien más me entendía, tal vez porque éramos los únicos que jugábamos con las medias bajas y la camiseta afuera...
En general nadie nos decía nada, porque daban por sentado que si el nuestro era un equipo del pobrerío, que proveníamos de lugares marginales, eso se correspondía con alguna manera de ser en especial; esa consideración muchas veces nos favorecía y nosotros creíamos seriamente que de todo eso podíamos extraer y de hecho extraíamos una virtud que nos ayudaba a superar los partidos difíciles, como fue el de esa noche, e incluso evitar situaciones embarazosas como entrar a la Iglesia antes del partido, invocando el nombre del padre (como hacían los demás equipos), porque no sabíamos rezar.
Pero algo ocurrió que no pude dejar de notar. Como debimos presentar una planilla con nuestros datos, un locutor del que nunca supimos su nombre, cuando anunció a nuestro equipo por los graves altoparlantes de la canchita nos nombró y si no hubiese sido por el orden que indicaba nuestros puestos, casi ninguno nos hubiéramos reconocido. De hecho yo no sabía cómo se llamaba Pindingui, ni el Chate, y estoy seguro que ellos no sabían cómo me llamaba yo. Resultaba increíble, hacía mucho tiempo que jugábamos juntos, que compartíamos innumerables momentos. Yo había leído en el Martín Fierro la historia de los hijos sin nombre y, sin embargo, recién en ese momento la magia de la voz nos revelaba una verdad que se había ocultado tras la precariedad de nuestras relaciones y que ahora abolía la soledad de lo anónimo. Y no sólo yo había comprendido... cuando la voz nos sorprendió, quedamos como encantados, mirándonos como si fuese por primera vez, sintiendo que por primera vez nos nombraban. El Chate se acercó y me dijo con un tono de sacralidad casi religiosa: ahora saben que también tengo un padre... El Chate no lo conocía, pero quizá en nombre de él o en el hecho de que le había dado su apellido, esa noche jugó como nunca y yo sentí, por primera vez en mi vida, que estaba en el lugar exacto donde quería estar. No me importó saber lo que me esperaba cuando llegase a mi casa, saber que mi madre no cejaría en propinarme una paliza... Lo que sí me importaba era la extraña convicción de que si nos esforzábamos, esa noche sería de la más importante de nuestras vidas y que sería absurdo permitir que pasase desapercibida, como si tuviésemos muchas vidas más. Ninguno de nosotros abundaba en motivos para festejar porque nos rodeaba la cotidianidad de nuestras privaciones y si algo habíamos aprendido en el ámbito de nuestro barrio era la presencia persistente de la muerte, ineludible e indigna en la ostentación elocuente de la miseria. Aún hoy creo que por esa convicción logramos ganar el partido y traernos la medalla del segundo puesto. La noche se había abierto ante nuestra extrañeza y fluctuaba en un espacio sonoro que nos devolvía nuestra propia alma, hasta ese momento en muchos aspectos desconocida, pero capaz de una jugada que desvelaba todo aquello que en nosotros mismos parecía inasible.
Lo demás fue como lo esperaba, mi madre desesperada había llamado a mi padre, de quien estaba separada y había alterado el orden de toda la familia. Después del escarmiento, que por la presencia de mi padre no fue tan grave, no pude dormir; tenía el absurdo deseo de que esa noche fuese eterna, porque más allá de todo lo acontecido algo de mí comenzó a coincidir conmigo mismo y mirando la tapa del libro que me acompañaba en esas noches antes de ingresar en el sueño, otra voz inesperada que desde entonces resuena dentro de mí, comenzaba a referir en voz alta los textos que me gustaba releer para corroborar en la cadencia y la entonación de las frases si estaban bien escritos...
Increíblemente, a la semana siguiente, después de escuchar las indicaciones de nuestro entrenador en la práctica para el partido del domingo, fuimos como era nuestra costumbre, incluso como una especie de cábala, a compartir un momento sobre la gramilla verdeoscura del parque al costado del planetario que era una frontera de nuestro barrio. Pindingui me miró con una mirada de complicidad y como si me hubiese adivinado me dijo: Colo, recitate algo. "Desensillaron los pingos y se sentaron en rueda, refiriéndose entre sí infinitas menudencias, porque tiene muchos cuentos y muchos hijos la ausencia. Allí pasaron la noche, a la luz de las estrellas...", y mientras mi voz se hacía nítida en el silencio nocturnal que se expandía bajo la tutela de las constelaciones, advertí en sus rostros una suerte de comunión que gravitaba en un residuo del tiempo, con la esperanza en fuga hacia el futuro del domingo donde esperaba una meta que no habíamos alcanzado y que vibraba en el oído despertando el germen de un símbolo que proponía para nosotros superar la desventura con la que somos amenazados desde cualquier comienzo... Sólo que ahora no se trataba solamente de eso, sino de darle forma a nuestro forma y proponer con la palabra un resto de belleza.
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