CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano y Corina Moscovich
Decoradores, albañiles, arquitectos, comerciantes, técnicos varios: ¿Cuántos especialistas necesita una vidriera para constituirse en el mundo? Puestas a la vista, tan cerca, tan de diario, tan de vida cotidiana, las vidrieras venden una ilusión parecida al cine, impulsan al pasante, ofrecen. Tal vez incluso se las pueda pensar como un ancestro sencillo de las pantallas que cada vez más nos van cercando. Las hay para hombres, para mujeres, para ambos sexos... ¿Qué tan conectada está la sexualidad con una vidriera? La fantasía se sumerge en la realidad a través de un vidrio y de una mente. Gente que calcula sueños en cuotas de acuerdo al ingreso mensual. Gente que se mira en los escaparates ignorando su contenido. Gente que se siente seducida por un objeto, entra, lo ve, lo toca, lo prueba, lo mide. Lo compra.
Hay algo más que el cristal espejado de una vidriera.
La miro, aún es joven, sus ojos grises reflejan un otoño personal pero a veces una chispa, un gesto sugerido, hacen pensar que en su mirada, que no se desvía más allá de los bordes de la vidriera, viene algo hacia ella que la hace soñar, pensar, imaginar. Es en esos instantes en que trasluce su sensualidad. Ella me arrastra con disimulo. Me toma del brazo y arrumaditos llegamos hasta esa esquina donde la vidriera parece gritar su nombre. Mira los últimos zapatos de taco y yo, disfruto compartir sus fantasías en cuchicheo. Como una cazadora experimentada, deja marcada su próxima presa: una cartera de cuero de nutria. Yo miro, sonrío divertido, recuerdo algo que vi sobre ecología.
Hay en esta vidriera una colección disímil. Se ve una pirámide de mármol pulido que se repite en distintos tamaños, unos colgantes brillantes. Hay, incluso, una cajita primorosa que oculta tras su cerrada tapa algún prodigio de cuentos, tal vez el rastro de un príncipe que encontrará a su princesa, o las llaves del jardín maravilloso donde frutos, fuentes y flores esperan al agobiado. La mano con uñas de color violeta de la vendedora, sin embargo; desarma un poco, retira, mueve y saca la figurita de una bailarina inmóvil. Parece que los juegos de ajedrez hubieran ido perdiendo brillo mientras duraba la maniobra. Siento que se acerca, huelo su perfume. "Mejor vamos", me dice, "porque yo creo que encontraremos algo mejor en otra parte".
A la vuelta de la esquina nomás, el escaparate de una tabaquería parece conformarnos a ambos. Yo observo los encendedores junto a los cigarros importados mientras ella me cuenta que su tío solía fumar pipa en las sobremesas de los festejos de cumpleaños de su infancia. La calle Córdoba nos invita a seguir caminando. Le comento: "¿es que acaso existen vidrieras exclusivas para hombres?" Sin esperar su respuesta la arrastro con un gesto suave hasta la de una ferretería. Ella permanece extrañamente silenciosa hasta que rompe en una carcajada. "¿Qué tiene de divertido mirar pinzas y tenazas?". No respondo, pero ella solita, taconeando alegre sobre sus zapatones, registra el alrededor. Sierra, pinzas, tenazas. Nivel láser, anteojos, llaves. Platos de melanina, lámparas, cámaras. Todo lo voy agrupando de a tres. No puedo sustraerme al encanto delicioso de la fluorescencia de un chaleco de seguridad reflectante; aunque por un instante me distrae la brisa del recuerdo mis días niños con el escoplo, con el formón, con el martillo. La cálida comodidad de un estuche de cuero para herramientas me invita a imaginármelo en mi cintura, pero cuando veo la sierra sin fin olvido definitivamente mis días de abogado para volver, recluido en el futuro que imaginé en el pasado, parado entre la sierra sin fin y la lijadora. Ella también se va. Su mente se ve que vuelve a la canción de la Walsh. El osito quería tiempo no apurado y suelto (no en forma de reloj); quería un poco de conversación; quería todo lo que guardan los espejos... "¿Te acordás de Osías?" me dice de repente, algo melancólica. Yo la miro curioso. "Ese que miraba las vidrieras de reojo, sin alcancía pero con antojo".
Mi corazón, razono, siempre estuvo expuesto. Sin papeles de regalo, sin moños, sin confeti. Como Osías por la calle Chacabuco, continuamos recorriendo la cucabas. Miramos, recuerdo, una vidriera de una marca famosa para varones pero yo, en un momento, tal vez inquieto por algo que me había llamado la atención, di unos pasos en otro sentido y volví. No había terminado de ir y volver cuando ella salió del negocio con una bolsa más en la mano. "Para vos", me dijo, pero su sonrisa se veía fingida y otra vez me vi obligado a fingirle la mía. Quizás todos los escaparates habían reflejado exactamente lo mismo, y nosotros, porfiados, no nos quisimos dar cuenta.
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