CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En tiempos muy lejanos, ya casi legendarios, un hombre, aún niño, perdió su nombre para siempre y desde entonces, como un auténtico ídolo popular se hizo acreedor de ese blasón y así lo reconocieron propios y extraños.
Pero todos coinciden en que, de aquella barrita desflecada hoy casi anónima, era uno de los más audaces y traviesos pese a tener un par de años menos que el resto, que a esa edad pueden significar demasiado.
En la adolescencia se inclinó fuertemente por la música y terminó adquiriendo un arte personalísimo. Hoy vive en Canadá. Pero su primer maestro, fue Miguel Correa, reconoce.
Claro que se trata del Tago, que gracias a ese apodo perdió su nombre civil, es decir, dejó de ser Víctor Humberto Sánchez, desde el día que le hacía un mandado a su mamá, y como arrastraba la erre, pidió un "tarrito" de conserva. Sólo le bastó a Roberto Escudero escucharlo y salió del ramos generales del Cholo Belluschi, con el apodo justo: Taguito, con los años, el apodo pasó a mayoría de edad y hoy nadie -salvo los históricos- sabe su apellido. En nuestra muy fluida comunicación reciente, se muestra como un gran memorioso que usa con eficacia su pala de cavar recuerdos, y cuando llega al hueso, busca una cuchara como aquella que usábamos para extraer polvo de ladrillo de una pared soleada. Esa pared donde en invierno nos guarecíamos del frío, allí donde un sol tibio que "cae débil como en junio", escribió Juan Gelman, nos daba un poco de calor, mientras pelábamos negligentemente las mandarinas hurtadas hacía instantes, o, las incursiones para pescar ranas (nosotros decíamos "cazar") hasta el zanjón de los Vélez, donde supo sombrear ese pino majestuoso que una mano inclemente asesinó. Ese zanjón hondo que drenaba las lluvias de todos los inviernos, que venía recogiendo las aguas de todo el barrio El Jazmín, pero que se hacia hondo en la esquina de los Sánchez, los Correa, don Lorenzo Sotera y Pedro Becerro, padrastro de ese chico inolvidable que se parapetaba debajo de una inmensa gorra a cuadros y que perdió su nombre y no era otro que Cachito Giménez.
Hasta ese zanjón que nuestra infancia vería muy hondo nos llegábamos -descalzos en verano- con un trozo de carne que atábamos en el extremo de un piolín y allí sacábamos multitud de indefensas ranas hasta llenar una bolsa de género.
Fritadas eran muy ricas, pero como mi madre se impresionaba y mi padre no era muy proclive a realizar esa tarea; sintetizando, yo casi siempre terminaba regalándolas. Otra dificultad era que mi madre no me daba permiso ya que consideraba que esa práctica podía ser peligrosa por la hondura del zanjón.
Como conclusión yo debía esperar la venia de mi padre que era siempre aleatoria, porque primero debía estudiar su humor y no siempre lo tenía bueno sino todo lo contrario.
Hechas estas mediatizaciones que quizás no vengan al caso, diré que yo cuando iba me divertía muchísimo.
Ese rincón del pueblo era el límite, la orilla que daba paso al campo abierto donde el sol explotaba.
Ese campo era de la familia Pozzi y que arrendaba don Daniel Ortali, un viejito flaco que todas las tardes entraba al pueblo por el Camino del Diablo, con un sulky traqueteante y un gran sombrero negro que le ocultaba su rostro enjuto donde se marcaban sus maxilares secos y que casi nunca se dignaba saludar a ese grupo de chicos que jugaba en la calle y que interrumpía su acción con un paciente fastidio. Casi el mismo que usaba aquella inmensa lechuza de los ojos gigantes, parada en un poste, esperando el paso presuroso de los ratones que irían a pasar justo bajo ese alambrado oxidado donde les esperaba la muerte.
Más lejos, cercano a aquellos bañados llenos de juncos, volarían cigüeñas como inmensas sábanas blancas.
Y no era raro allá muy alto un grupo de bandurrias cerrara la tarde.
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