CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Esa casita precaria llamaba mi atención, aunque no tuviera nada distintivo. Estaba en el cruce de dos caminos polvorientos, bajo unas acacias flacas y un par de paraísos umbrosos y casi centenarios.
Allí vivía la viejita Fusco, toda rama aterida, con su luto eterno en su campito que no sé si le daba de comer. Con ella vivía un hijo, a quien su apodo había eliminado el nombre, era, como es de suponer, el famoso Gordo Fusco, que dejó el Domingo bautismal atrás, muy lejos, para celebrar la vida sentado en su postura de eterna contemplación, que siempre me hizo suponer un plus de sabiduría sobre el resto del pueblo que habitaba gente sacrificada y laboriosa.
Su camiseta de frisa en todas las estaciones, un par de chancletas casi tan sucias como el pie, el abdomen que rebasaba el cinto y esa boina majestuosa que cubría una calva alguna vez prematura, pero que al tiempo de la narración era premio a los años y un pago a una herencia que vendría de alguna aldea de la tierra italiana.
Cuando pienso en la casita de los Fusco nunca la pienso en invierno, porque casi con seguridad la imagen me vendría con las hojas peladas, el campito más pobre que las arañas y ese humito lento, ascendiendo de la chimenea ennegrecida sería para ponerse a llorar.
Entonces yo elijo una estación más óptima para el recuerdo, es decir el claro y luminosos verano.
En ese tiempo mi abuela Elisa vivía con mis tíos en el pueblo todavía y la vecindad con los Fusco hacia más intensa mi curiosidad por ese par de seres solitarios y pacíficos, cuyo habitante masculino tenía un invicto difícil de superar: nunca había trabajado. Y en tiempos de la trilla, cuando los cosecheros pasaban por la casita y lo invitaban entre bromas al Gordo para ese trabajo duro pero tal vez jubiloso, él ni siquiera se inmutaba. De vez en cuando condescendía levantando una mano a modo de saludo. También de vez en cuando metía sus dedos regordetes en el bolsillo de la camisa y sacaba un atado de Fontanares negros (sin filtro venían entonces) y lo encendía. El humo esperaba un poco para ascender hacia las espinas de las acacias, tal vez el aire tiraba hacia el suelo todo el plomo del sol cavador de cabezas que enero regalaba junto al vuelo de las mariposas y el zumbar persistente de las abejas.
Don Fusco también mateaba, generalmente solo, ya que su madre venida joven de Calabria nunca había aceptado esa costumbre tan nuestra, pero reponía el agua caliente para que su hijo tomara. En una pequeña pava toda llena de hollín, ese hombre silencioso pasaba sus horas chupando una bombilla y mirando el campo en una contemplación estática mientras su madre se perdía en el hueco de esas habitaciones mal iluminadas y peor ventiladas.
No creo muy necesario aclarar que ese hombre era blanco de la crítica de mi laboriosa abuela quien con la ayuda de sus brazos mantenía una quinta soberana en media hectárea donde reinaba a sus anchas, mientras mis tíos hacían sus trabajos de albañilería, oficio que poco después los traería a Rosario. Como ella era viuda, mis tíos la chanceaban diciéndole que la iban a casar con su vecino, cosa que la ponía furiosa. Cuando yo la acompañaba hasta la punta del terreno, donde sólo un alambrado y una calle lo separaban de la casa de los Fusco es que podía mirarlo a mi gusto. Mientras mi abuela desmalezaba los tomatales llenos de rojo esplendor, y me entretenía observando a ese hombre que parecía dormido, sino fuera porque de vez en cuando levantaba sus manos para encender un cigarrillo o levantar con pachorra esa pavita con el hollín severo de los años sucesivos.
En esos años en que la ruta asfaltada no existía, una de esas calles llevaba a Cañada del Ucle, no sin pasar ante por el matadero municipal donde el cuidador era Yaco Ortali y más allá estaba el campo de los Hechen y los paraísos del gringo Ruggeri con su casita pintada de blanco. Por esa calle pasaban los hermanos Villarreal, muy numerosos, con sus gomeras para matar cuises, sus cañas de pesca hacia el Puente de la vía como se lo llamaba y se lo llama aún a ese puente de hierro que sostiene los rieles y deja pasar lentamente las aguas tranquilas que a veces se dignan a arrimar unos bagres por esa zona donde la agricultura tiraniza sin piedad el paisaje.
Un paisaje que tal vez fue más grato cuando sostenía los soles durísimos y la parsimonia de un hombre que parecía sentado en el centro del mundo para que no perdiera su precario equilibrio.
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