Vie 20.07.2012
rosario

CONTRATAPA › EL BOTE

La era del tinto

› Por Beatriz Vignoli

Hombre callado, el Perro.

El Perro charla (es decir, emite una o dos oraciones completas, con verbo conjugado y todo, casi siempre en modo imperativo, como es su estilo) solamente cuando habla por teléfono. Es como si su voz y su cuerpo, juntos ante mí, fuesen demasiado. Me da una cosa o la otra. Pero ahora está enojado, me ladra porque está enojado. Se siente ultrajado por mi tardanza. Pertenece al mundo de los hombres que cuando le tardan a otro hombre es para demostrarle su superioridad, directamente proporcional a los minutos de espera del otro tipo. Someter a alguien al crimen de que se le robe su tiempo (lo más valioso que tiene) es un grave acto de abuso de poder, según el Perro: es atar una fuerza de trabajo, es erosionar un capital no renovable. Perjudica la industria. Hacer esperar a alguien es un crimen de lesa humanidad, según el Perro, quien se jacta de haberlo cometido varias veces contra sus competidores. A mí lo que me resulta inconcebible es que alguien tenga semejante grado de control sobre la propia vida como para poder calibrar la cantidad exacta de minutos que le tardará premeditadamente a otro. Yo si llego tarde es precisamente por falta de ese control, no por su exceso. Pero el Perro no entiende que a alguien se le pueda hacer tarde. No entiende que el "se" impersonal pueda ser utilizado para narrar y no para disimular algo. Yo pertenezco en cambio al mundo (si es que pertenezco a alguno) donde nadie disimula nada, donde no hace falta salvar las apariencias ante nadie porque total ya está todo perdido.

Tengo que irme. Romina me citó a las cuatro y cuarto. Atopia, pienso por el camino, es la única ciudad donde los artistas y los poetas tienen un obsesivo sentido de la puntualidad. ¿Es Atopia la única ciudad donde los poetas y los artistas tienen un sentido obsesivo de la puntualidad? No, posiblemente todas las ciudades de provincia sean iguales. Pero Atopia hay una sola, y justo me tenía que tocar a mí. Romina me citó a las cuatro y cuarto y ella es de las que llegan a la sala fría todavía vacía y se paran firmes a las diecinueve clavadas como para cantar Aurora, porque esa es la hora que figuraba en el programa de la inauguración. No importa que el horario original fuera a las 19:30 y que el diseñador, para poder contar con más espacio compositivo y no sobrecargar de información la invitación, haya podado tres caracteres. No importa que la galería, museo o lo que sea vaya a estar abierta hasta las nueve o diez de la noche. No importa que de las tres performances con saltimbanquis enharinados nos hayamos perdido sólo la primera, que encima era mala. Los atopianos, como siempre digo, no tienen sentido del vernissage. La idea de pasar a saludar cuando uno puede tal vez les resulte demasiado decontractée para sus cerebritos de empleados públicos, forjados a golpes de despertador. Nada de todo esto me molestaría si no me enrostraran constantemente mis diferencias. ¡Llego a las ocho cuarenta y todo lo que recibo a modo de saludo es un reto por llegar tarde! No existe llegar tarde a un vernissage. Estos se creen que es un acto escolar. No quieren perderse el discurso. O peor aún: temen que el discursante tome represalias si no se los ve prestando atención a su discurso. O será que les parece muy importante ser filmados escuchando el discurso. O será que no quieren llegar tarde a la foto que sigue al discurso. Nada de eso, me dijo mi hermano Steppenwolf cuando él también era artista. Lo que pasa es que los amarretes de los organizadores calculan mal la bebida. Y nadie quiere perderse una gota de champagne.

Sí, dijo champagne.

Y esta fue una conversación vieja. O tal vez sucede sólo en mi memoria. Porque Steppenwolf era un artista de la era de la pizza con champagne. Después se dedicó a menesteres más rentables: secuestro extorsivo y otras actividades de las que prefiero no enterarme. Cuando secuestró a papá, le retiré el saludo. Quiero que sepa que sé que ha ido demasiado lejos. Pero no duró mucho eso de no saludarlo. Es que pronto no lo vi más. Había tenido demasiada prensa por lo del viejo. Pero en la era del champagne, no importaba quién iba ni a qué hora caía ni de qué vivía. El lema era "champagne para todos" y Carrara (que Dios lo tenga en su gloria y no se le ocurra soltarlo) había logrado buenos acuerdos en ese sentido. Le gustaba descorchar él mismo las botellas y a mí me hacía pensar en una versión fines del siglo veinte del sobrino de Napoleón Bonaparte, con su corte lumpen. Luego vino la austera era republicana del vino tinto: Malbec preferentemente, Syrah en el más retorcido y sofisticado de los casos. Vinos patrios: de cordillera, sanmartinianos, honorables. La era del Cabernet Sauvignon también había tocado a su fin. Aquellos sabores salvajes, que acariciaban lo áspero de las carnes rojas asadas, eran ya cosa del siglo pasado: ahora era una era de veganos y las únicas carnes asadas (en los aciagos días de las nuevas quemas de brujas) eran las de mujeres vivas. A la vaquita no había que tocarla, no. Berro sí, falda no. Y estos, los días del vino tinto (la era del tinto) son los días de los artistas puntuales: tan puntuales como los militares, o como los terroristas. Mucho me temo que, entre los artistas y poetas de Atopia, la impuntualidad sea la única falta que se condena. ¿Será la puntualidad, además de los libros, lo único que conocemos de la civilización burguesa? Ni campanarios ni basílicas, ni buenos modales ni bienales. Ni modas ni elegancia, ni viajes ni nada. Ellos están preparados para no perder ningún avión, eso sí. Asaltate un banco, pero llegá temprano. Gente para quienes los únicos números comprensibles son los del cuadrante. Perdón, los del segundero digital. Y estoy llegando tarde, tarde también a la vida con esta descripción de la vida, pero ya lo dijo Nietszche: el búho de Minerva levanta vuelo al atardecer. Este año la moda es la cerveza. Y los tragos. Dogma de los tragos. Naranjada o muerte, dicta el manual del barman fundamentalista. Cerveza y tragos: no hay más.

Y no rompan las uvas.

- Llegaste -dice Romina-. Creí que no venías.

Romina Bianciotti. Nombre artístico: Romina Montesco. Líder natural del colectivo Desratización y Duelo. Autora intelectual del proyecto Andresito, street art político de escrache a los estaqueadores de Malvinas. Edad: 30. Peso: 50. Estatura: 1,60. Color de ropa: negro total. Color de uñas: azul metalizado. Cabello rubio natural teñido de negro azabache. Hija de un militar. Ex novia de Steppenwolf. Premio Adquisición 2004 en el Salón Nacional del Museo Municipal de Bellas Artes de Atopia "Juana A. Garibaldi".

Se disculpa porque la casa es un desastre. No me convida nada, pero me explica:

- Tácticas de guerrilla. De eso se trata.

Miro el reloj. Son las 16:17.

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