CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Distinta, rara, introvertida, loca. Capaz de llorar por la muerte de Platero en el último capítulo del libro de Juan Ramón Jiménez, como el de entristecerse por el asesinato del Minotauro a quien imaginaba vencido y deprimido en su prisión de Minos. Con ojos casi tan bellos como su mirada, fue la primera en cuestionarnos nuestra visión concreta de la vida que suele tener la infancia. Supimos que se podía estar cerca y lejos a la vez de lo deseado. Asistíamos a la misma escuela, comprábamos en la sodería de su padre sólo para poder verla, asistíamos al mismo club, pero los cuatro años de diferencia marcaban límites infranqueables. Sin embargo, nunca dejamos de soñar con ella, era como soñar con el beso grande de la tierra en celo, como dejó tallado Homero Expósito en su Flor de lino. Todos la mirábamos, pero Julieta sólo tenía ojos para J.L., un pibe dos o tres años mayor, de otro barrio, quien nos enseñó básicamente que la envidia es peor que el odio.
Cachito Fragapane era la oveja negra de una familia de tanos laburantes, para el padre era un vago que no conocía el rocío, para la madre era un dulce picaflor y según él era un hombre de negocios que estaba para grandes cosas. En realidad la lancha sobre un chasis de camión arrastrada por una grúa hasta la puerta de su casa era bien grande y algo nunca visto para nosotros. Le llevó tiempo y trabajo repararla, pintarla y dejarla lista para su nuevo emprendimiento, sacar a pasear a la gente del barrio por toda la ciudad. La bautizó con el nombre de un programa de radio, La Candelaria. Detrás de la butaca del conductor estaba el asiento improvisado de lo que fue mi primer trabajo, vender y cobrar los boletos para los viajes diarios, que lejos de estar en el ánimo del dueño, terminaron cumpliendo una función social, fue como ponerle ruedas a los sillones de las vecinas y llevarlas a tomar helados a la avenida Pellegrini. Don Cacho había conseguido todos los permisos y autorizaciones para integrar a su lancha como una carroza más de aquellos corsos de bulevar Oroño, sólo le faltaba la reina. No había que pensarlo mucho, sabía que no era fácil convencerla pero, con la habilidad de los hombres de negocios, convenció a Julieta para que nos representase. Fue la novia de todos por esos cuatro días locos, disfrazados en aquella carroza de cuarta sabíamos que sólo teníamos chances en la elección de la reina del Carnaval.
Preferida por la gente, aplaudían, piropeaban y tiraban serpentinas a nuestra diosa que brillaba sobre un improvisado trampolín, con su malla azul con un número trece colgado y por quien cualquiera de nosotros daba la vida sin dudarlo. Los acomodos de siempre, según el decir de varios adultos, la relegaron al puesto de primera princesa, pero los aplausos y el poema del poeta Aragón fueron para ella. Esa noche Julieta ganó el respeto y el agradecimiento de todo el barrio, pero perdió el amor de J. L., quien nunca la perdonó. Aquel sábado no sólo tuve que acomodar todas las sillas y mesas sobre la cancha de básquet del Unión y Progreso sino que me mandaron a limpiar los baños, si quería entrar gratis al baile, venía Leonardo Favio con Carola en esa noche de carnaval.
Al entrar a la toilette de damas fue muy fuerte ver los grafittis allí escritos, pero el más suave y romántico decía, "J.L. te sigo esperando, Julieta", que asocié inmediatamente. No era difícil saber en la mesa que estaba sentada la hija del sodero, siempre rodeada de pibes que cabeceaban el aire en forma infructuosa porque la pretendida nunca había bailado con nadie. Esa noche, el único que la pudo levantar de su silla fui yo. Me abrí paso entre los pretendientes y deformando la voz le dije: "Llamó J. L. dice que no lo esperes que no va a venir". Me corrió hasta la cancha de bochas en donde pude despistarla tomando un atajo que llevaba hasta calle Cafferata.
Veinte años en Barcelona me hicieron sentir, entender y silbar el tango Volver. El barrio había cambiado pero no tanto como yo. La sodería había dejado paso al negocio del momento, y a pesar de ser de la misma familia, hoy se levantaba en su lugar un imponente estacionamiento.
Lo desprolijo de su jardín y una gran cantidad de gatos me hablaron de su soltería. Toqué timbre y esperé el golpe del tiempo, una cabeza blanca y despeinada que apareció entre el marco y el filo de la puerta anticipó lo que quedaba de Julieta. Mientras hablaba creí ver sobre un ángulo de su mirada parte de su pasado. Creo que me reconoció, pero que no tenía sentido que hablemos desde dos atolladeros yuxtapuestos y sin ovillo de hilo de Ariadna alguno. Me invitó a pasar para hacerme el recibo de la cochera, su casa en reparación con los muebles corridos y tapados con lonas parecía un laberinto. Me dio la cochera número tres y me dijo que no iba a tener inconveniente en encontrarla, que la uno y la dos estaban ocupadas permanentemente y que la mía era la primera contando desde la pared del fondo.
Esa noche llegué algo mareado por los festejos del reencuentro, entré despacio con mi auto iluminando el adoquinado de la vieja sodería, doblé a la izquierda y antes de llegar al fondo me bajé para ver si era cierto lo que estaba viendo. La Candelaria restaurada a nueva, tan imponente como entonces, subí emocionado, entré a duras penas en el asiento que estaba detrás del conductor, caminé por los pasillos como pidiendo boletos, pude ver el cuidado de cada uno de los detalles, recién al bajarme noté algún cambio, en el sitio donde alguna vez Cachito pintó el nombre de la embarcación ahora decía "J. L., te sigo esperando. Julieta".
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