CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
La oscuridad era más que tenue, por la hora, miré el reloj: la siete de la mañana, pero parecía más temprano.
La calle era larga, orillada de paraísos añosos, acacias y alguna que otra casuarina oscura y atravesaba de este a oeste el pueblo.
Algo sin embargo llamó mi atención en ese gran silencio. Era un haz de luz potente que volcaba sobre la calle su chorro resplandeciente. Salía de una ventana no muy grande y al acercarme percibí un momento las desafinadas notas musicales que eran trabajosamente extraídas de un acordeón y un par de guitarras lastimeras. Cuando me fui acercando pude ver los cuerpos de los bailarines en el pleno esplendor de un goce extremo, como si todos y cada uno estuvieran representando un papel previamente marcado por un dramaturgo un poco loco y otro poco decadente.
En cierto momento algo más llamó mi atención. Eran los faros de un vehículo que se asomaba al principio de la calle. Creí ver un ómnibus de esos urbanos que tienen su recorrido prefijados en las grandes ciudades. Me paré para verlo mejor porque en verdad lo tenía a mis espaldas y solo podía verlo si giraba la cabeza, y de pronto las luces desaparecieron un instante para dar lugar a otro vehículo más pequeño. Pronto reapareció, pleno con sus números titilando en lo alto y caí en cuenta que tal vez tuviera un recorrido por ese pequeño pueblo. De sólo pensarlo me avergoncé porque no tenía sentido. Pregunté a un par de mujeres (una adolescente, otra mayor) y me miraron como a un caído del cielo.
-Sí que tiene un recorrido -me dijo una, con una voz que yo sentí con algo de reconvención o reto.
-Usted para qué lado quiere ir -me dijo la otra con naturalidad.
-Para cualquier lado -dije, me da lo mismo, sólo quiero pasear.
Yo tenía un cuaderno muy chico en la mano y con él quise pararlo, pero antes de cruzar la esquina, dobló. Se dirigió hacia el norte, y al rato reapareció por la otra calle, hacia el sur. Venía a toda velocidad, vacío, como una bola de fuego con sus luces y yo pensé que si fuera humano estaría por echar todos sus dientes, tal era la amenaza de hierros que hacían ruido como si fuera a desarmarse en ese pueblito perdido, enclavado entre sembrados y árboles umbrosos, con sus zanjones hondos para el desagote de las lluvias que eran prolíferas en los inviernos crudos. Seguí caminando en la oscuridad difusa hasta que una luz me cegó y luego otra y después muchas.
Era algo que parecía una ciudad, para mí desconocida. Pregunté a un par de muchachos y me dijeron que era un barrio nuevo. Y yo les dije que si era así era más grande que el pueblo. Ellos me invitaron a pasar a una gran sala vidriada donde exhibían unos implementos agrícolas flamantes. Pero eran reproducción de araditos que se tiraban antiguamente con caballos.
Me costó arrancarme de allí porque los jóvenes eran muy amables, cuando les pedí que me dejaran ir, porque supe que todo era un sueño extraño.
La calle que yo trajinaba era aquella larga que tiene mi pueblo, que nace en el boulevard Vollenweider y muere en la chacrita de Indelángelo. Y aquellas luces que yo creí ver en ese local donde se bailaba fue el antiguo boliche El amanecer, que regenteó don Carlos Mancinelli, de felicísima memoria en el pueblo antiguo. Fue el barrio que soñé, todo flamante de cemento y luces de neón estaba enclavado entre el antiguo taller de herrería de don Domingo Scarinci, las casas de la familia Villarreal y la carpintería de mi amigo El Pelado Bellini, único bastión que le hace pata ancha a todo progreso incluso a todo sueño futurista o a toda alucinación de pueblerino que se alejó del pago.
Pero yo debí pensar que algo raro pasaba antes de llegar a esas luces brillantes, cuando aún venía por la calle de Mancinelli, porque en todo ese trayecto especial no había visto el portoncito de mi amigo José Pichichello, a quien los jóvenes hoy llaman El rey del cabaret, porque hace sesenta años que los visita a todos los que fueron fama en la zona y su mítica libretita donde anotaba todas sus novias nuevas y luego con orgullo nos mostraba a aquella barrita bullanguera que lo admiraba, sus nuevas conquistas.
Pero eso fue mucho antes, cuando sus padres vivían y los nuestros, y nosotros nos reuníamos en esa cortada del Barrio El Jazmín, cuando el mundo tenía el suave temblor de un silbido. Aquél con que nuestros padres nos llamaban a sosiego, es decir al almuerzo o a la cena si era verano o porque debíamos hacer un mandado o simplemente porque en su arbitrario autoritarismo se les cantaba y suponían que uno debía dejar de callejear, como nos repetían.
Porque eso era lo que más nos gustaba, precisamente, estar en la calle polvorienta, o en la cortada de gramilla verdosa donde soñamos vestir un día la camiseta de la selección nacional, mientras perseguíamos esa pequeña pelota de goma que era como la materialización de cualquier gloria posible.
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