CONTRATAPA
› Por Sonia Catela
Atravieso el puente colgante sobre la Setúbal, en dirección inversa a la que recorrí al mediodía despatarrada en el auto, los pies descalzos sobre la espalda de Marcelo; me hallo en el FastBus rumbo a Rosario, vertical en la butaca, sola, y en mi regazo picotea esta víbora blanca, de papel puro, un sobre escrito con veneno. Giro la cabeza hacia el sauce debajo del cual, en Piedras Blancas, almorzamos, él y yo. Me inclino hacia Marcelo; atrás, el médano enorme, al que el viento le despeina la cresta en láminas horizontales de arena, que caen. "Lo van a terminan borrando, grano a grano, con la gran pala mecánica que implantará un condominio". "¿Qué van a tumbar?". "El médano". "Aquí no hay un médano, Leila. Hablás de lo que no existe"; con el meneo de su cabeza disimula fastidio, rabia; ¡pero si Marcelo encarna la tolerancia! Qué más da que afinando la vista ésta describa la chata costa santafesina en tanto la tremenda joroba de arena se muda de fecha y se levanta en otra playa, brasileña, lejana, a la que seguramente van a castrar y pondrán en su lugar un cerco y una piscina plástica, qué más da si es marzo u octubre, Santa Fe o playa de Santinho "¿será que necesito anteojos, Marcelo?", enciendo un cigarillo, "Ubicarte necesitás, ¿qué día es hoy", "¿Jueves? ¿lunes?", pone boca dura de payaso y lo que importa es que, en este mantel (donde la mano amable del mozo acaba de colocar un dorado asado), tiende intrusos: fastidio, odio. Marcelo aparta el pescado, detiene al gastronómico chasqueando los dedos (¿con un chasquido? ¿Marcelo?) y ordena: "una hamburguesa, bien grasosa", (¿una hamburguesa? ¿Marcelo?) rechaza, aparta el plato con el pescado a la parrilla para que el gastronómico lo retire; el hombre, amable, rompe la hostilidad latente con una broma sobre la vaca que Marcelo no acusa ni festeja; sólo se afloja la corbata, se la quita. Marcelo sin corbata. ¿Sin corbata?
"Pero a vos te encanta la boga, Marcelo".
"Dorado, Leila, esto es un dorado. Detesto el pescado de río. Su gusto a barro".
"Hoy te das cuenta".
"Efectivamente. Acabo de darme cuenta".
"Pero ¿y el colesterol? ¿y la comida chatarra?"
"Por qué no. ¿Por qué privarme del gusto de la muerte?"
Marcelo. Aquí, en la lengua de río y arena, no avanza la duna gigante sobre el litoral, pero sí otro paisaje, espinoso, que brota de su boca, y destruye la belleza de la Setúbal. La amputa.
Pide otra botella de vino y se sirve con abundancia, repite el trago, se embarduna con grasa de hamburguesa, se relame. Se quita el saco, no lo cuelga prolijamente en el respaldo, su tic de costumbre, sino que lo arroja de cualquier modo sobre una de las sillas vacías. Marcelo, que no pasa del tercer vaso de vino ni de la carne magra ni de los ademanes urbanos. Forman parte de su andamiaje, de su racionalidad. "Te va a hacer mal".
Larga un escupitajo o una risa, ¿de qué gesto se trata? ¿escupe o se ríe? Me repaso el brazo por si hallo humedad, saliva. No la hay. Pero si este almuerzo sigue este rumbo, si no nos levantamos ya, terminaremos envenenados por tanta toxina suelta, rabia, rencor.
"No sabés qué día es hoy". Saca un papel del bolsillo. "Al menos conocés esto, Leila".
"Un billete".
"De cien pesos. ¿Tenés idea de cuánto vale, de qué se compra con esta guita?"
"Qué querés decir. Tenés otra cosa diferente que decirme".
"Comé, Leila. Tu pescado se enfría".
"Hablame".
Antes de que abra la boca una ya sabe que de allí aparecerán esos bichos agusanados de las historietas infantiles, suplidores de insultos y puteadas, lombrices y rayos del cielo, "¿Por qué no brindamos por la Setúbal, Marcelo?"
"Te tengo este regalo" dice. Atrae hacia sí su chaqueta, muestra el sobre blanco".
"No quiero plata, Marcelo".
"Sí, vas a quererla. Pero abrilo; no es dinero".
"Conociste a otra".
Enciende un cigarrillo. Marcelo. ¿Marcelo fuma?
Estiro la hoja. Procede de un laboratorio químico. Son análisis a su nombre, que firma un doctor Roca,. "¿Qué significan?"
"Lo rejodidamente jodido que estoy".
"Vas a dejarme".
"¿No entendés? No, no entendés. Acá tenés un poco de plata, como para tirar unos meses, para arrancar. Después vas a tener que aprender".
"¿Conociste a otra?"
Se pone de pie. Se saca la camisa, torso al sol. Marcelo.
"¿Te das cuenta? ¿te podés dar cuenta de algo?" me pone el sobre con los análisis en la mano, me la cierra encima de ese entrometido hasta hacerme mal; furia, tanta ira contenida.
"¿Por qué me apartás..? Pero si estás tan enfermo".
Enfila hacia el auto. Marcha hacia su funeral.
"¿Querés que me ocupe..?"
No lo digo. No menciono el ritual de flores y crespones; él por su parte, desdeña los signos verbales que dirían que no me aguanta más. Que hace años que no me aguanta más.
Arranca, el auto parte antes de que yo pueda colgarme del paragolpes, arrastrarme. "¿Qué voy a hacer sin vos?" Acelera.
Me prendo visualmente a una lanchita que marcha por la laguna, tranquila, una pareja al frente, comandándola. Termino la botella que quedó semivacía ¿Marcelo le pagó al mozo? El hombre, de delantal negro, me ayuda a elegir los billetes, me enseña algo sobre sus valores que olvido de inmediato. "Te sobrará para ir a ese médano, a encadenarte a tu médano", agregó aclarando que esa suma era todo lo que tenía, las tarjetas canceladas . "¿Y para ir a Birmania, alcanza?" "Birmania? ¿Birmania, Leila?" Ya no me aguanta más. Hace tiempo que no me aguanta más.
Atravieso el puente colgante sobre la Setúbal, en dirección inversa a la que recorrí al mediodía, cuando, despatarrada en el auto, apoyaba los pies descalzos en la espalda de Marcelo; me hallo vertical, sola, en el FastBus rumbo a Rosario, y en mi regazo picotea esta víbora blanca, de papel puro, este sobre de análisis escritos con veneno. Extiendo los billetes encima, el misterio de los billetes; bailotean con el viento que cuela la ventanilla abierta, con las retroexcavadoras que allá dejan el campo raso, repasan el terreno y apisonan lo que se vuelve recuerdo, pasado, inexistencia. Sepultan todo en una planicie muda donde se sembrarán robustas moles de cemento. Bailotean en mi falda los billetes al viento, vuelan los billetes.
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