CONTRATAPA › EL BOTE
› Por Beatriz Vignoli
No entres con calma en esa noche final.
Dylan Thomas
En el sueño estaba la oscuridad. Era la nada oscura. Era la oscuridad desnuda, vacía de todo, vacía incluso de toda sustancia que pudiera oscurecerse: aquellas tinieblas eran como un tajo abierto en la alta noche. Venían las sombras, y después venía la oscuridad. Y las sombras nocturnas eran claras en comparación con aquella tenebrosa oscuridad.
Yo había caminado toda la noche. En medio de altas horas, con mucha noche detrás de mí y muchísima delante aún, sin esperanza de alba alguna, perdido entre medio de esas interminables, inmensas provisiones de nocturnidad de las que sólo las grandes pesadillas y las guerras disponen, en un alta mar de tiempo de una noche larguísima, caminando solo, había llegado hasta el confín de la ciudad; y en plena noche me había aventurado al arrabal, a la franja inicial de campo donde las luces ya no llegan, porque como era un sueño, los territorios se parecían a como eran en otro tiempo. Se parecían a como eran en el frío, allá lejos, en aquella vastedad abismal de otro siglo, en aquella prehistoria de hierro a donde fuimos; así, exactamente así, era la noche en que oímos morir a Hornos, a Vojkovic, a Zelarrayán y a Vargas. Y más allá de las sombras de la noche estaba la noche misma; la herida profunda que era aquella otra densa oscuridad, es decir: las tinieblas. A tal punto era tenebrosa que, si bien no se veía nada en su interior, resultaba obvio que no había en ella que pudiera temerse, ni surgir de improviso, ya que en tal abismo de tenebrosidad ninguna clase de ser habría sobrevivido. Aquella oscuridad era terrorífica de por sí. Ninguna luz, ninguna mañana la redimiría. Era la oscuridad eterna. Aquella era la oscuridad que yo debía atravesar.
Me paralizó el terror. Terror ante lo real puro. Una negrura más negra que lo negro, más negra que cualquier cosa que pudiera verse o dejar de verse, un hondo negror sin nada me aguardaba. Supe que al surcarla se me pegaría, se apoderaría de mí. Pero era tal mi derrotero que sólo podía avanzar. Tenía que llegar a lo que estaba del otro lado. No podía volver atrás. La ciudad me había empujado a las afueras, y ahora mi destino (mi único destino) se hallaba al otro lado de aquella tiniebla que parecía anterior a la fundación del universo, como si en un pedazo del espacio hubiera quedado mundo sin crear. Como un error, un tramo de lo increado, se tendía la arcaica sombra ante mí, anterior a todo, previa al primer nombre fundante de todo, previa incluso al primer aliento, al cero anterior al primer nombre fundante de todo. Ahí debía adentrarme.
No podía.
Debía y no podía.
Entonces vino el perro. Vino a mí como sabiendo de mi miedo, porque si de algo saben los perros es del miedo. Pero no vino a mí como un enemigo, como suelen venir los perros hacia el hombre desconocido a quien le perciben el miedo, sino que se me acercó como un aliado. Entonces, por su bondad, por su piedad, supe lo más horroroso de él: supe que aquel perro era en parte humano.
El perro me guiaría. Parecía decírmelo con aquellos ojos humanos. Yo no atravesaría solo aquella noche. Entraría con calma en esa noche última, porque no sería la noche final, porque no caería ahí, porque habría otra orilla. El perro sabía. El perro parecía haber cruzado las tinieblas muchas veces. Un perro lazarillo. Sabía de algo más que el miedo. Sabía de la esperanza. Parado en sus cuatro patas, con su pelambre negra abrigándolo en medio de la noche infinita, el perro me miraba fijo con unos ojos color miel. Y me pareció ver una luz terrible en ellos. Una luz oscura, de otro mundo.
Tenía que confiar en aquel perro. La idea de cruzar solo las tinieblas infernales y caer, morir ahí, quedar ahí empantanado en la nada misma y desaparecido por toda la eternidad me era insoportable, pero el perro me guiaría; aún si fallábamos, si yo quedaba devorado por la ciénaga de nada oscura, él sabría de mí y daría testimonio, diría con sus ojos: un hombre cayó, y yo lo vi.
¡Irazusta! ¡Carrera mar! ¡Es una orden!
Y, para no tener que cruzar la oscuridad, con perro o sin él, me despierto. Vuelvo a dormirme, pero ya no recuerdo el resto del sueño. Y al fin me despierto en la noche tardía del cono sur, con los gritos del zumbo persiguiéndome desde el fondo de la memoria. Miro el reloj: son las cinco. Tengo frío, pero es un frío en el alma. Hace tiempo que siento que esto ya no se va con nada. No hace frío, a pesar de ser aún invierno. Hay, sí humedad. No ha amanecido, y parece que no fuera a amanecer nunca.
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