CONTRATAPA
› Por Eugenio Previgliano *
Algunos creen en una parte de su vida que vienen de un repollo; yo creo que durante gran parte de mi vida lo he deseado; pero no, aunque heredé la sordera, nunca voy a dejar de ser el hijo del Sordo Previgliano,socio honorario de la Asociación de Rugbiers Veteranos, profesor retirado del Politécnico y durante muchos años árbitro de rugby que jugó, según me informan, desde 1946 -año de la fundación- en los primeros equipos del Logaritmo Rugby Club que para ser sinceros, se llama realmente Club Logaritmo Rugby, y después fue arbitro, y cuando no pudo arbitrar más siguió asistiendo a las reuniones y aún ahora que tiene esa condición en la que la muchas personas sobreviven apenas dos años, él hace como quince años que se moviliza como puede y sigue siendo el mismo deportista ejemplar que ha sido siempre.
No creo necesario aclarar al lector que este texto no es un homenaje, un tributo, ni un reconocimiento: mi padre no se lo merece y además -él mismo lo sabrá explicar a todos los lectores que lo soliciten- no lo necesita, no le preocupa, no le interesa, no lo perturba ni lo valora; así somos los padres; de modo que el texto entonces, deviene de esa especie de curiosidad pública que este año que cumplimos los cien primeros años del Politécnico viene habiendo sobre el Logaritmo Rugby Club, cuyas alambicadas relaciones con la escuela se forman un poco del mito y algo de lo que algunos creen, cuentan, imaginan o sostienen que ha pasado. Para agregar riqueza a esta relación es que escribo este texto, aunque quizás lo haya escrito porque tiene también que ver con La Escuela donde -esto sí- yo he aprendido tal vez todo lo que pueda llegar a saber sobre la vida y el mundo.
No recuerdo -contesta mi padre cuando le pregunto- en que año fue, pero los alumnos de cuarto química o tal vez de segundo año, Larosa y Mujica te lo pueden confirmar.
Yo le he preguntado porque quiero saber, porque siempre he escuchado la versión de que si uno jugaba en Loga y a la vez era alumno del Sordo en el politécnico, había altísimas probabilidades de eximirse en su materia. Él dice que se enteró en la Unión, porque en esos días era árbitro, que como Logaritmo había dejado pasar un par de años sin inscribir equipos ni pagar la afiliación, la Union de Rugby estaba a punto de desafiliarlos.
Hablé con el presidente que era Kruse -dice mi papá- y le pedí que dejara a Loga inscribir fuera de plazo un equipo de cuarta división y -agrega- él accedió. Entonces fui -dice- pagué de mi bolsillo la afiliación anual e inscribí un equipo de cuarta división con todos mis alumnos. Firmé -completa- todo yo como presidente de Loga y después, al otro Lunes -dice como epílogo- les avisé a mis alumnos que podían empezar a jugar al rugby. Otros dicen -lo he escuchado a pesar de mi hipoacusia- que lo que dijo el Sordo Previgliano es que si querían eximirse en su materia empezaran -porque alguno había que jugaba en otro equipo- a jugar en Loga y al rato agregó que el rugby era un deporte de caballeros o alguna otra cosa por el estilo de esas que a él le gusta -me consta- decir a los que ocasionalmente están obligados a escucharlo.
Eso fue -me agrega dias después Armando Mujica- en el año 1964 y por eso es que Loga es capicúa -dice- porque lo fundaron en el 46 pero tuvo una inyección de sangre nueva el 64 que le permitió seguir viviendo.
Del favoritismo con los alumnos-rugbiers sin embargo, mi papá no se hace cargo. A Baclini -dice- y a Cagnotti -agrega- todos los Lunes los llamaba y me decían "no preparé" -parodia en un lenguaje ya extinguido- pero yo igual -aclara- los hacía pasar y les pedía la demostración de un teorema para que ellos mientras yo daba clase -cuenta- fueran deduciéndolo con la ayuda de sus compañeros
Qué berretín Agustín, dice Armando Mujica dirigiéndose a mi padre, cuando recuerda la exigencia del profesor -absolutamente anómala en La Escuela- que en los flower power años sesenta -y acaso en toda su carrera- exigía para la carpeta de matemáticas hojas cuadriculadas en una carpeta forrada en papel araña azul; cuántas carpetas -dice Armando- volaban en la calle Ayacucho porque no venían -revela Mujica- como vos querías.
Yo también recuerdo, además, su auto: un Fiat 1100, o un Citroën 2CV o un Jeep Willys colorado en el que recorríamos la ciudad de proa a popa hasta juntar no menos de doce jugadores con los que almorzábamos en el Comedor Universitario de calle Corrientes donde él era director antes de acompañarlos a ir a perder dignamente, como caballeros y por goleada contra todos los equipos del planeta.
Al final de la temporada -dice mi papá- le ganamos a Provincial pero antes -cuenta- en el primer partido perdimos ciento diez a cero contra Gimnasia y Esgrima y al final del partido -recuerda- nuestros jugadores hicieron una calle y aplaudieron a rabiar a los contrarios.
Yo recuerdo lo de la calle y los aplausos que durante mucho tiempo fue una costumbre habitual en los partidos de Loga, mi mirada ingenua y fascinada desde mis tempranos seis años, la pasión que ponía en sostenerme de una manija del Jeep al saltar en el paso a nivel de Fray Luis Beltrán cuando íbamos a jugar a la cancha que estaba detrás de la Fábrica de Armas, la vuelta a contarle a mi mamá las aventuras del día, la costumbre que me ha quedado de patear en la calle botellitas plásticas de sobrepique y la mirada tenue y profunda de mi hermana mayor cuando niña, siempre tan bella.
Mi papá termina de contar su cuento y mira para otro lado mientras se calza los lentes para empezar a leer el diario: viene de contarme lo del teorema. Eso es todo -dice- y mira displicentemente la contratapa del diario que, iluminada por la luz del sol que entra por la ventana parece estar trayendo unas noticias breves, fatuas, ilusorias, lábiles, desdibujadas y pasajeras.
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