CONTRATAPA
› Por Mariana Miranda
Matías se sentó con total indiferencia. No, no era su hermana, aquella que lo miraba desde hacía un rato, con los ojos fijos. No, no era ella. Y sin embargo la oyó, con su voz nítida y familiar, hablarle otra vez de aquellas cosas. Sí, recordándole una vez más aquellas malditas cosas de las que él nunca había hablado y que sin embargo ella sabía. De esas cosas de las que no quería oír hablar ni volver a imaginarlas. Del bosque, la casa oscura y el viento frío que aullaba afuera, haciendo crujir las ventanas destartaladas. Aquella noche fue horrible pero no, no quería volver a imaginarla. Y ella sin embargo lo sabía, lo había sabido desde siempre, aún desde antes, desde mucho tiempo antes de que ocurriera. Ella sabía y callaba, y lo miraba con sus ojos fríos y atónitos. Y sin embargo una vez, varias veces, ¿cuántas? ella había hablado, en su mundo compartido y único, de aquella noche. Matías nunca, nunca quiso recordarla. Y su hermana se la mostraba cada vez, con una sonrisa maliciosa y despectiva, otra vez bajo los árboles del bosque, ocultos en aquella espantosa casona. Y los fantasmas de Matías aparecían muchas veces, llamados por su risa, fresca y segura. Y doliente, muy doliente. Tanto, que Matías tenía que acostarse y tratar de dormir, pero las figuras aparecían una vez y otra más bajo sus ojos cerrados. Y bailaban con ella cuando los tenía abiertos. Reían desde su risa y acusaban desde su boca cerrada. Y Matías, una y otra vez, la odiaba, fría y ciegamente. Por saberlo, por haberlo sabido todo desde el mismo principio, o mejor dicho desde antes del principio mismo. Lo que había pasado aquella noche dantesca no era bueno. Y Matías, acusado por su hermana, vivía prisionero de sus propias maldades.
Y fue así.
Desde esa noche vivió perseguido, acusado tácitamente, conviviendo con sus propias bestias, indomables y malignas.
Sin embargo, no parecía ser su hermana aquella que lo miraba con los ojos fijos y la boca abierta, sentada en su sillón, como siempre lo hacía. Estaba pálida y fría y no hablaba, sus manos cruzadas sobre el vestido de seda. Y Matías no escuchaba nada, y sin embargo recibía los ecos de su voz, de sus últimas voces, acusándolo desde el silencio.
Ella desapareció aquella tarde.
Otra vez llovía y el viento se encrespaba en las copas de los árboles. La tormenta había acercado la noche, sin remordimientos, como siempre lo hacía en aquellos horribles días del invierno.
Ella desapareció aquella tarde, con la noche temprana que avanzaba.
El la acompañó, sin dejar de mirar, cada vez con más desprecio, sus grandes ojos fijos. La acompañó hasta el jardín, con sumo cuidado para que no cayera. Y allí estuvo largo rato, tratando de hacer su trabajo cada vez más ameno, tomando el tiempo necesario en cada golpe, respirando después de enterrar la pala. Y así continuó mucho tiempo... hasta que el último terrón de tierra quedó aplastado, otra vez, entre las flores. Matías regresó, lento, mojado. Toda su ropa chorreaba cuando entró a la casa. Se bañó y se cambió. Sintió un infinito placer cuando cenó solo, sin escuchar el ruido de otro plato a su lado. La tormenta siguió azotando la noche, persistente y maldita. Sin saber por qué se sintió muy satisfecho. Sin embargo, aquella noche, creyó oír otra vez, entre sus sueños, los ecos de su risa, acusándolo desde la tierra mojada.
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