CONTRATAPA
› Por Víctor Zenobi
El viaje desató lo peligroso,
lo mortal que en mi cuerpo se empecina
Sólo zozobra, superficie y tiempo
y una sala vacía...
Después de la operación me desperté allí, en la sala de terapia intensiva o coronaria, la verdad es que no sé bien... Sólo que me dolía todo el cuerpo, la espalda me ardía como una braza y una pesada carga latía sobre mi pecho abrazado por una coraza de acero. En una de las paredes laterales había un reloj... las dos y media de la madrugada... ¡Cuánto faltaba para el amanecer! pensé, como si con el amanecer el dolor desapareciese... Cuando me percaté de esto, decidí que debía distraerme y el tiempo de mi memoria acudió a mí... De repente, el rostro cercano de una enfermera, advirtiendo mi dolor, preguntó si no podía darme otro calmante. Un médico que visitaba a otros pacientes la autorizó y después con su compañera decidieron bañarme para que me relajase... Eran las tres de la madrugada y nada las obligaba a ello.
Me sentí profundamente conmovido, siempre había pensado que el trabajo de un docente era el más noble y ahora, en ese momento, quiero decir, me percataba de que me había olvidado de las enfermeras... Después creí sumergirme en un sueño liviano y alado que voló hacia mi niñez, cuando mis padres se separaron y yo, para alejarme de la angustia o el dolor de mi madre, me borraba en otros sueños y me despertaba asombrado de seguir siendo el mismo, corriendo hacia el espejo con la absurda idea de encontrar el rostro que revelase que yo no era yo. La imagen de mis padres, raramente juntos, en múltiples versiones, reaparecía... un castigo por alguna travesura se interponía y yo lo aceptaba porque me permitía por horas reescribir en el aire un borrador con letras flotantes, dispersas como notas musicales, describiendo la vida como yo la deseaba, como imaginaba que debía ser a partir de las lecturas en donde me refugiaba.
Lo lógico, me dije, es que en este momento apele a la escritura, la escritura fatal como una madre, para que me revele algo que siempre ha estado latente, sumergido en el fondo de un agujero sobre el cual hay que dar un salto, como Kierkegaard en el salto de la fe. Hice un ademán en el aire, esbozando, como en el pasado, mi letra favorita, la que siempre me acompaña, pero fue inútil, el malestar se extendía por mi brazo y yo me sumergía en una cierta angustia al no poder poner un punto en la oración, de modo tal que ésta pudiese cerrar, aunque sea parcialmente, aunque fuese solamente un párrafo, un poco de sentido. Sin quererlo, pensé en la implicancia de repetirme, con la extrema convicción que da el sonido, diciéndome "Yo hablo" luego "yo soy, todavía soy...", que reverberaba en un vacío por donde el lenguaje rozaba lo ilimitado, desbordado por la recurrencia de los momentos vividos que reaparecían con la extrañeza de atraerme hacia un mundo antiguo, superpuesto al actual, encaramado en un ardid del tiempo que conducía hasta mi casa vieja y yo de nuevo allí, al amparo del cuidado familiar o en el patio de tierra, recostado sobre el áspero descanso donde yace mi madre siempre muerta, dialogando en el silencio con los signos de escrituras que nunca se revelan. Fatalmente la noche me usurpaba el desengaño del cuerpo y el dolor de su saeta.
Entonces, asumí la paradoja de insistir con el cuerpo en la necesidad de estar sin cuerpo, pero aún peor, dada mi condición, de estar sin el cuerpo del lenguaje, para eludir lo mortal que en el cuerpo se empecina. Comencé por repetirme ese verso de Holderling: "Pero donde hay peligro crece lo que nos salva", que en ese momento cobraba más sentido que nunca sólo porque yo sentía, más que nunca, el borde sobre el cual mi vida vacilaba y el dolor que ascendía invulnerable trastabillaba en mi deseo de seguir pese a todo, para escribir una página más, una línea más, "una línea más", me repetía, parafraseando las palabras que mi padre me dejó como herencia: "Me despierto y me digo un día más, y es el momento más feliz de mi vida...", que ahora contaba sobre la mía, como si en esa línea futura, prevista pero vacía y ausente como una hoja en blanco, una hoja no escrita, ni siquiera pensada o imaginada, justificara mi vida ante mis hijos, que aguardaban en la sala de espera.
Entonces, recién entonces, cuando ellos ocuparon mis pensamientos me percaté de que sostenido en el recuerdo yo también había vuelto a ser hijo y en la tiniebla de mis sueños más antiguos retornaba una ventana que daba a la desolación y un árbol deshojaba la hojarasca que se arremolinaba y perdía sobre la tarde, pese a todo, iluminada del otoño. No había nadie pero yo sabía desde siempre que soñaba con mi intensa nostalgia, curvada en el peligro de mi noche boca arriba, y grabada en los versos de mi amigo: "Entonces, cierras la ventana y oscilante en el péndulo aleve, glisando el ébano perenne del reloj, está la muerte, mirándote". Sí, la muerte, por momentos amigable en el lugar insondable del uno, del único en su propiedad inestable plagada de levedad y de amor, de aquel que es necesario para crear y recrear el misterio de la idea producida hasta en un sueño, procreada en el discurrir escriturario, inmóvil y cambiante, en el flujo formal de las palabras. Tal como si a cada instante, ensimismado en el tiempo, todo se dispusiese a una incesante reescritura del comienzo, donde es imposible el dos como el uno y el uno que está siempre más allá, en la continua tarea del misterio incrustado en nuestra mente, para reiterar y reiterar la eterna discrepancia de lo mismo...
La noche se hacía lejana y una enfermera me avisó que me trasladaban a mi pieza, donde un mismo amanecer entrometía una liviandad irisdicente a través de las ranuras en las persianas. Mi develamiento fue menguante y paradójicamente al influjo de su luz fui ingresando en un sueño. Yo tocaba en una puerta que abría mi madre y ella me decía, extendiendo su mano para detenerme: hijo, mi casa está sin luz... y progresivamente todo se fue borrando...
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