CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
El pueblo se desdibuja cada vez más en la distancia y en el tiempo, que se funden entre sí y sólo aparece en los sueños. Cuando en uno de ellos vengo caminando desde el lugar donde estuvo el pino más alto del pueblo, y saludo al gringo Bonifachini, con su cara redonda y sus ojos enormes, y cuando me aproximo a la esquina del Nene Croatto, veo sobre lo alto del horizonte una luna muy roja sobre un cielo de tormenta ceniza. Bajo la constitución de esa tormenta se mezclan las imágenes que enseñorean ese campito que hoy por hoy contiene dos arquitos donde los pibes juegan algún esporádico partido de fútbol, pero sin dejar de cruzarse con el espacio que en mi niñez rebosaba de grandes tomatales ya que allí don Manolo Gómez hacía su quinta con toda parsimonia.
Hoy el pueblo aparece más cuidado y prolijo, pero me gustaría por un instante volver a aquellas calles anchas de polvo y mariposas, donde en los veranos se cruzaban los vendedores de hielo (o los hieleros, como los llamábamos), el ciego Camiscia con su carrito a caballo y el francés Bureau con su fordcito color celeste y sus barandas pintadas con flores espléndidas, obra del inolvidable Pato Jeremías, de sonrisa tan ancha que abarcaba el verano donde él siempre ganaba los premios en que competían las carrozas ingenuas. En esos trabajos preparatorios previos a los carnavales se trabajaba con un énfasis ilimitado, como eran las ilusiones de entonces.
En esa casa que en algún momento compró don Amadeo Croatto, había vivido la familia Godoy, muy numerosa. Yo compartí mi primer grado con una de las hijas, que recuerdo con parte del rostro y un brazo con grandes quemaduras producto de un accidente doméstico con una pava de agua hirviendo. Es lo que creo recordar, tal vez las cosas no hayan sido exactamente así. No tengo el menor registro de la fisonomía del matrimonio y tampoco recuerdo el nombre de sus hijos, que eran como dije antes: muchos y de ambos sexos.
Aunque tenían fama de belicosos seguramente serían gente de trabajo como todo el mundo en ese tiempo.
Una imagen me queda del mayor de los Godoy. Un día que venía yo de un mandado, él estaba en la esquina de su casa discutiendo fuertemente con Tato Míguez. Como los dos eran muy mayores que yo, bajé a la calle por precaución. Estaban casi tocándose, muy cerca uno del otro, y en un momento Godoy lo amenazó con un gran cuchillo que tenía en la mano y lo golpeó varias veces con esa hoja inmensa en el pecho. Pero Tato Míguez no retrocedió un milímetro.
Allí me asusté y salí corriendo y se lo conté a mi madre, quien me calmó con ese estilo suyo, entre silencioso y dulce, que usaba todo el tiempo.
Por un momento fui el héroe relator frente a la barrita de mis amigos, en la esquina donde nos juntábamos. Cuando me hubieron escuchado atentamente inquirieron más detalles, y como yo no los tenía, perdieron el interés y pasamos a otra cosa.
Cuando la familia Godoy se mudó a Rosario nunca más se supo de ellos y pronto fueron olvidados, como sucede casi siempre.
En esa casa también vivió, antes de los Croatto, Ismael Caferata casado con Mila Valeri. El Ismael, como le decíamos, jugaba en Huracán de puntero derecho y era tan flaco que se ganó el mote de Viento. Era silencioso, pelirrojo y muy trabajador.
Como Mila era oriunda de Beravebú, en un tiempo vivieron allí y luego emigraron a Rosario también. Mila tenía un hermano que jugaba de marcador de punta en 9 de Julio de Beravebú, a quien llamaban Tucuta.
Se me hace que el Flaco Caferata era pariente de los Godoy pero no estoy seguro y no tengo ahora a quién preguntarle.
Cuando pienso en aquellos tiempos tan lejanos terminan siendo tal vez una construcción imaginaria. Si no fuera porque de vez en cuando un memorioso de los que nunca faltan corrobora o agrega alguna anécdota o aporta un dato, pensaría que soy presa de un delirio.
Pero no. Aquellos veranos lentos como un inmenso saurio existieron, con los vendedores de hielo y los soderos a quien llamaban también licoreros, que trasegaron esas calles de Norte a Sur y de Este a Oeste tratando de mitigar el calor con sus líquidos más o menos bebibles, más o menos amables para esas gargantas tal vez no tan exigentes.
El verano traía muchas cosas, además del calor. Las torcazas por ejemplo, que avisaban la canícula sofocante de ese día, y las cigarras que ensordecían el aire y se escondían entre las hojas de los fresnos y las mariposas.
Las mariposas, que abrían siempre las puertas de todos los veranos.
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