CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo *
Primer origen: la propia existencia.
He aquí lo que ocurre: una soledad terrible.
Poner los labios sobre el teléfono es una idea silente. Hablar puede ser una manera de caer en el abismo. Es imperioso liquidar los pensamientos abusivos. Las ilusiones abusivas. Las esperas eternas.
¿Los simulacros de existencia son válidos como la vida? La naturaleza de los hechos es tan artificiosa...
Yo no soy mi objeto analizable: soy mi objeto desconocido. Cuando no hablo, elijo el silencio. Así de simplificadora puede ser la vida.
Con una pizca de lucidez observo que no podré resolver mi pequeño enigma. Pero aún así pienso y pregunto, con mi voz pausada, con mi voz de camelia, con mi voz de abrir y cerrar abismos. A veces me excedo. Llevo la interrogación a terribles extremos. Desrealizo los contornos del instante y desnudo esta soledad que me gobierna. Para mejor confundirme, creo frases largas que no me dejan salir del pequeño aislamiento en el que me confino.
A veces paso tanto tiempo en silencio, que al hablar suelo sorprenderme de mi propia voz. Me convierto entonces en un objeto nuevo.
Mi voz y mi silencio no son criaturas tan opuestas como ellos pretenden. Cuando hablan y piensan, andan conmigo. A veces los pierdo pero tienen una vida que me es propia. Real, irreal, y propia. Y sus interminables recorridos van desde mi garganta hasta mi cerebro. Suelo tener un miedo feroz a que se pierdan para siempre en esos enrevesados caminos. Me parece que sin el silencio y sin la voz, mi existencia se convertiría en una vestidura de plomo.
Segundo origen: las arañas.
Algo más también ocurre: las arañas tejen un laberinto espantoso. ═ntimo horror de niños. Dentro del alma tendré, para toda la vida, una tercera presencia pronta a impedirme salir. ¿Para protegerme de qué? ¿De la soledad terrible o de la terrible compañía?
Hay días en que no cabe más confusión dentro de mí. Duplico mi peso y mi estatura. Por los cinco sentidos me penetra la perplejidad. No sé qué pasa con el resto de mis percepciones. Creo que se aflojan de tal modo que entran y salen de mí los asombros más diversos, los temores más asesinos.
Tercer origen: vibraciones.
Y siguen ocurriendo cosas. El teléfono suena. Alguien se comunica. Entonces, poner los labios deja de ser una idea silente y se convierte en un acto vivificante. Hablar es una manera de no caer en el abismo. El buen ánimo disipa los pensamientos abusivos y los simulacros de existencia nada tienen que ver con la vida que vuelve a ser cierta. La naturaleza de los hechos es imprevisible y alumbradora. El destino es forjador de vibraciones.
Alguien está tan cerca que la distancia se torna una palabra imposible.
Cuarto origen: el amor.
Y aún más. ¿Hay algún otro modo de amar que no sea con levitación y con silencio?
Nuestra crónica se va tejiendo con un hilo brillante y transparente. Es un tramado ardiente y delicado. Hay amores que engendran hijos. El nuestro engendra paroxismos.
Mientras forjamos nuestros instantes, los relojes del mundo permanecen lejos. La experiencia del tiempo no anticipa. Lo que vendrá no existe. Negro, pero invisible, el pasado se queda en cuclillas porque no puede creer de qué modo nacen ahora las cosas.
Los golpeteos insistentes son caricias de la desesperación. Hasta los movimientos más descontrolados se vuelven delicados y tiernos. Hay una violencia saludable en los actos de amor. Las caídas son vuelos. Los gemidos, idioma de la ascensión.
Quinto origen: la escritura en mosaico.
Pero sobre todo: ya no escribo cuentos al atardecer porque siempre suceden otras cosas que se agitan como locas hasta caer rendidas al suelo. Y se vuelven dulces los recuerdos. Amigables los fantasmas. El letargo se cubre de porcelana viva.
Los cuentos que no escribo pergeñan imágenes descaradas. Un enorme temblor sacude la tierra. Los pájaros huyen de sus nidos. Las gallinas del mundo se retuercen y cloquean. Tambores lejanos se golpean contra sí mismos.
Si el teléfono suena, anuncia tu presencia. Si no suena, anuncia tu silencio. En ambos casos el alma y las ideas se me prenden fuego. Vuelve a nacer a cada rato el fragor íntimo e inmenso. Dentro de mí hay un cosmos que se agita, se expande, desvanece. Hay un labio humano que te nombra. Hay una llave pequeña e irisada pronta a abrir la puerta incandescente. Hay un cuenco que aguarda recibir tus tibios borbotones aceitados. Hay una certeza de cúspide. Una noción de cornisa. Una promesa de asteroides y vuelos.
Origen último: la lluvia.
De juncos, de lágrimas, de gemidos, de relámpagos, de baba, de malicia, de pérdidas recientes, de latidos, de pequeñas historias, de arena, de búhos, de peces deslumbrados, de hilos, de escamas, de pájaros amarillos, de simiente, de rocío (que ya sabemos, es esperma del cielo), de pestañas, de vaticinios, de espuma que resbala por el vientre, de estertores, de lenguas, de susurros, de cabellos celestiales, de ángeles obscenos, de socorros, de sueños, de ron y lirios.
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