CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías *
El verano expira lentamente en los almanaques tan sólo, si bien faltan pocos días para que entremos en Otoño, el clima es casi bochornoso en esta ciudad que besa al "río de color marrón".
El bar es amplio, vidriado, lleno de luces plenas y en todo él regurgita un agónico aire acondicionado que no llega a enfriar el cuerpo con tanto calor traído de la calle, uno apenas lo siente, digamos, un par de puntos más abajo que el infierno de la calle que se queda ya deshabitada, a esa hora última en que salen grupos de empleados que con paso cansino buscan un taxi disponible o se mantienen firmes junto al poste que indica las líneas de los colectivos que tienen parada en esta esquina.
Mientras los semáforos detienen alternativamente el tránsito una calle hacia el oeste, la otra hacia el sur uno puede mirar el pulso de la gran ciudad que extenúa su tarde casi en noche, cerrándose ya en estrépito, ya con pasos de cuerpos que pasaron un día de su vida plena o angustiosa en pos de una existencia que es muy duro sospechamos poder sobrellevar.
Pasan hombres presurosos, pasan mujeres bellas, pasan estudiantes con carpetas y libros, despreocupados, tal vez recién salidos de la Facultad de la otra cuadra.
Allí alguna vez trasegamos sus aulas húmedas fuimos convocados por una inquietud, un ideal, algún saber que nos ayudó a construirnos y nosotros tal vez nunca agradecimos. También el recuerdo viejo de aquel bullicio, de aquellas manifestaciones, de aquellas muchachas bellas que nos acompañaron un trecho en la vida, y luego, en un recodo se fueron para siempre, y otros, tal vez como una "venganza del tiempo" del tiempo que se fue pero que nos apabulló con su paso, de vez en cuando se cruzan con nosotros y podemos ver que la belleza, como todo, se marchitó en sus rostros y la luz de sus ojos vivos ya no brillan como entonces.
Ahora, también en grupos pasan otras muchachas jóvenes y también son bulliciosas, pero éstas., ay, no se fijan en nosotros o miran a través de nosotros como si fuéramos de vidrio.
Uno mira este cruces de calles, desde la ventana del bar, con el café que tomamos y con la pipa que aún humea, indócil su humo por el aire, vemos cómo el tránsito se tranquiliza cada vez más, se diluye como los flecos de una nube que deshila el viento, un viento que uno imagina gélido, pero que en realidad es de un calor que asusta, pero usted lector lo sabe, no estamos aquí para elegir ("si me dieran a elegir/ yo elegiría", escribió alguna vez Juancito Gelman para siempre, en un célebre poema), sino para resistir este verano que no se quiere ir, que lo sentimos en el cuerpo como una mancha pegajosa y oscura. El Otoño es apenas una promesa o una esperanza o una utopía, o el más vehemente deseo; qué no daríamos por verlo con su barba marrón bajando de a una las hojas de los árboles, sus hojas ocres con sus nervaduras más oscuras, sin vida, hundiéndose en la tierra para siempre, aún sin comprender o comprendiendo, que ellas están tan lejos de ser una semilla.
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