CONTRATAPA › DIARIO DE VIAJE
› Por Beatriz Actis
Callas frente a la muerte. Ya es un fantasma. Apenas sale a la calle -"Recluida como la Garbo", dice la prensa- en esos que serán los años finales de su vida, y la luz y la noche no son suficientes para recuperar la voz de la memoria, o la memoria de su voz. Ya nadie la visita. Suenan en su departamento una y otra vez los discos célebres.
En algunas breves y aisladas ocasiones, camina por la ciudad, siempre espectral. Se desliza por las veredas crudas del invierno -el Sena, paralelo a su cuerpo- hasta el cementerio de Pére Lachaise, bajo la nieve, y allí se queda, meditando frente a las tumbas antiguas, las obsesiones marcadas en su rostro que alguien calificó como "esculpido bellamente en la piedra": el pasado esplendor, el amor perdido, el eco de aplausos que no resuenan más.
(Mira de soslayo para ver si encuentra entre mausoleos a gente como ella, gente extranjera, bajo el helado aire parisino, en un cementerio de famosos, enfrentando a los muertos de una buena vez, a los muertos ilustres entre los que un día yacerá).
"Te he dado todo de mí". Hace, tal vez, quince años, representaba Medea en La Scala. Su voz ya no era su voz, ya no era aquella voz aclamada, comparada con coros de dioses griegos. Fue durante el primer acto, en el dueto con Jasón, cuando comenzaron los silbidos, que se clavaron como puñales. En el instante en que Medea dice a Jasón: ¡Hombre cruel!, ella dejó de cantar, fueron sólo unos segundos, pero interminables. Miró al público -que alguna vez fue su público, para el que ella era una reina- y dijo: Crudel!, hizo una pausa (el silencio volvía al teatro rígido como un sepulcro) y comenzó a cantar otra vez, y esas fueron sus solas palabras: Ho dato tutto a te. Al final de la función, La Scala fue suya otra vez. Estalló el aplauso.
Febrero, 1977. Entra al cementerio como a una patria compartida. Mientras camina entre los mausoleos siente por primera vez el sin sentido de aquellas pasiones suyas atadas al pasado: el éxito, el amor, el halago y no el arte. Un cielo bajo va ahogando la tarde y empiezan a caer en forma lenta copos de aguanieve.
Lo cierto es que atardece en el invierno francés, tan lejos del sol griego de los días felices, y ella, la gran Callas, está sola y un poco perdida o aturdida en algún lugar del antiguo cementerio, añorando el cuerpo de aquel que fue su amor, las imperfecciones de aquel cuerpo, y la nostalgia del deseo se resume en la nostalgia de sus últimos encuentros. El descansa en suelo griego. Sin embargo, en el recuerdo idealizado de la mujer se escapan de las manos del hombre algunas flores frescas.
Anochece. Llega a una esquina de calles con panteones, está sola, un gato se escabulle entre los senderos. Roba un ramo de narcisos -ella, que ha recibido miles de flores de sus amantes, de sus colegas, de sus admiradores- y los reparte sobre tumbas que solo a veces reconoce.
Cuando termina, se queda un rato quieta en el mismo lugar, temblando por el frío, sintiendo el reflejo, los espasmos de aquel horror tardío al conocer hace dos años la noticia de que el hombre, aquel hombre, había muerto en París. Y como en una revelación, sabe que su cuerpo no yacerá en Pére Lachaise sino que allí arderá para ser un día cenizas y volar (volver) sobre el Egeo, cerca del lugar en que nacieron los dos.
Un árbol a su lado se agita como se agitan las ventanas de una casa abandonada, como el agua bajo el viento -en verdad, hay cierta extrañeza que brindan los paisajes tenebrosos, la lenta poesía de la muerte- y decide que es el momento de partir.
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