CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
En los temporales que a veces duraban varios días de vientos y de lluvias, mi padre aprovechaba para limpiar sus armas.
Tenía un par de escopetas, colgadas detrás de la puerta de su dormitorio, en sus correspondientes fundas de género o de lona. Una era de dos caños, no recuerdo su filiación, pero tal vez fuera nacional, y la otra de un caño, de origen belga que era su orgullo. Ambas eran de calibre dieciséis, muy ponderado por mi padre.
También tenía un revólver marca Orbea, un treinta y dos largo que en ese tiempo tenía el caño oxidado. Un día decidió hacerlo empavonar y se tomó el tren de las 13.30 a Rosario, que iba por el Ferrocarril Mitre. Al poco tiempo volvió con su arma y la mostraba con cierta excitación. En verdad la casa Sachetti, de la calle San Luis, había hecho un trabajo magnífico. Estaba reluciente, todo pintado de negro, y a cada visita que aparecía, mi padre se introducía en la habitación, lo sacaba del ropero donde lo escondía en el estante de las sábanas y lo traía como un chico que muestra su juguete. El asombro por la perfección del trabajo aparecía en los comentarios que hacían los que habían conocido el revólver cuando mi padre lo mostraba oxidado, ya que lo había comprado a alguien de segunda mano, con toda seguridad.
En realidad las otras armas las usaba para cazar perdices, patos o liebres que iban a parar a la olla o al horno cuando mi madre preparaba el yantar. Nunca cazaba por deporte, aunque era evidente que le gustaba.
Pero con el revólver era distinto. Porque para evitar un robo podía haber usado las escopetas. Entonces ese argumento no servía para justificarlo. Y además nunca en la vida vinieron a robarnos nada.
Esa arma (no recuerdo si tuvo otra) la tenía por gusto. Para probar el pulso, repetía. Porque cuando íbamos de caza lo llevaba y me hacía poner alguna lata sobre un poste y le tiraba para ejercitar la puntería. Y alguna vez me hizo probar algún tiro a mí, cuya bala se perdía en el aire y a mí me aturdía el estampido dejándome unos segundos atónito.
Sin embargo nunca dejó que usara las escopetas cuando lo acompañaba en los días de caza. Decía, tal vez con razón, que podía darme una patada fuerte en el hombro y tirarme al suelo. Había que calzar la culata debajo de la clavícula para que el sacudón no fuera muy fuerte, y tenía razón.
A mí me gustaba más salir con algunos de mis tíos, sus hermanos. Ellos eran más permisivos o irresponsables, o en toda caso actuaban como verdaderos tíos, es decir no tenían la responsabilidad didáctica de mi padre con respecto a mi formación, que debía hacerme un niño responsable para seguir siendo lo mismo de adulto.
Todos los hermanos eran buenos tiradores ya que habían comenzado de muy jóvenes en la chacra del viejo, es decir mi abuelo, porque una de las pocas diversiones que éste les permitía a sus hijos estaba en la caza. Para los días en que no hubiera trabajo, que eran casi siempre los días lluviosos, ya que en las chacras de entonces siempre sobraban las tareas: arar, sembrar, desmalezar, cosechar. También el cuidado constante de los animales. Esto, es decir la caza, no era imposible ya que en cualquier chacra que se preciara se disponía de varias escopetas, tanto para la caza como para evitar los robos que a veces eran esporádicos y otras frecuentes: en especial los cacos de entonces se dedicaban a las gallinas, por ser más fáciles de trasladar.
Puedo asegurar entonces que todos eran grandes tiradores, tal lo experimenté las numerosas veces que los acompañé cuando íbamos en barra. Cuatro o cinco de mis tíos, mi padre, mi tío político Berto Spagnolo, y un hermano solterón, narigudo y buenazo llamado Luis. Este tenía un hermoso y preciado rifle calibre catorce, muy liviano y apreciado por mí, ya que era una maravilla, sobre todo si me lo prestaba para probar un tirito, le rogaba.
En estas jornadas que tenían el atractivo de la comunión y el afecto, todos se ponían de buen humor y las chanzas y las apuestas estaban a la orden del día. Porque mi padre se ponía mas concesivo y dejaba a mi elección a quién hacerle compañía, que no era gratis sino que yo debía cargar con un bolsito las piezas que se fueran cobrando el cazador de turno. Yo, como dije antes, prefería a Luis, pero a veces no iba, entonces lo elegía a su hermano, es decir mi tío, quien me tenía mucho cariño.
Alberto Spagnolo tenía fama de exagerado y tal vez lo fuera. Un día que fui hasta su casa, cuando vivía en las afueras del pueblo justo estaba por salir a tirar unos tiros a un campo cercano y me invitó a acompañarlo. Ni lerdo ni perezoso accedí. En un cuadro de dos hectáreas salieron siete liebres. El, mi tío Berto, mató cuatro. Un día en una reunión familiar, ya de adulto, yo se lo recordé. Se puso muy contento, porque él había contado esta hazaña sin que nadie le creyera.
Y cada vez que nos veíamos, me incitaba:
A ver sobrino, contale a estos incrédulos cuántas liebres maté en una tarde.
Y esa era la ocasión más linda para que brindáramos con ese vino espeso que bajaba suavemente por las gargantas cuando todos estábamos juntos y éramos todos felices, aunque en ese tiempo no lo supiéramos.
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