CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Enero resultaría insoportable, si no llegara, puntualmente, benéficamente, grasosamente el Marqués de Sade con sus pájaros violentos. A sus pasos, las almas rosadas y celestes huyen despavoridas hacia los centros turísticos. Con todos ausentes, la ciudad se convierte en un apacible laberinto tenebroso a salvo de las algazaras familiares y los angélicos sonidos infantiles.
El marqués y yo tenemos algunos rituales inalterables que se sostienen verano tras verano, y otros que van surgiendo de manera espontánea. El es imprevisible y cruel, no hace falta que lo diga, pero después de todo un año almibarado con el amor del prójimo; iluminado por el encanto natural de las personas; templado por la serenidad abrumadora de los automovilistas; esclarecido por la inteligencia infinita de las eruditas y los eruditos; bendito por el amor marital de los esposos, se vuelve imprescindible al menos un mes de ferocidad.
Uno de nuestros rituales favoritos es el asesinato en plena vía pública. Matamos a más no poder, por delante y por detrás. Por maldad y por asombro. Más de uno pensará que matar por la espalda es reprochable, sin embargo, no hay nada más osado y difícil que sobreponerse al juicio de más de uno.
Otra ceremonia que nos encanta es mirar las fotografías de la gente feliz y exitosa sin siquiera suponer que algo pueda no ser tan feliz ni tan exitoso. Alguno o alguna asociarán este gusto benévolo del marqués con su clara inclinación al masoquismo. Alguno siempre necesita poner en las casillas correctas la creación del otro. Pero en enero, el marqués y yo nos ponemos a salvo de alguna y de alguno.
El marqués viene cada enero a escribir y a visitarme en la ciudad fantasma. Leemos en los bares desiertos. Mientras él escribe yo juego al Sudoku Samurai y, para estar a tono, alterno con el Sudoku Killer. En los bares en que tenemos Wi Fi, comparto con él mis páginas pornográficas preferidas. Al marqués le encanta escribir en los bares conmigo porque dice que se le ocurren cosas horribles.
Cuando no escribe, me narra sus anécdotas. Otro ritual inalterable es el relato sobre las propiedades de la cantárida y sus usos en el pasado. Escucharlo me hace más feliz que visitar cualquier página pornográfica. La cantárida (me cuenta siempre por primera vez, como si yo nunca lo hubiera leído o escuchado) es un afrodisíaco que proviene del mundo animal. Se trata de un hermoso insecto de color verde metálico que él mandaba a buscar a las costas del Mediterráneo para uso personal y para sus tan mentadas orgías. Los griegos y los romanos ya utilizaron su veneno secándolo y pulverizándolo. Lo consumían para conseguir la excitación de la libido y como abortivo. Tan antiguo ha sido su uso, enfatiza el marqués.
Muy atractivos son los chismes que trae del pasado. Tal el caso del rey Fernando el Católico, "el rey que murió por amor", según los titulares de la época, y que en realidad se había intoxicado con cantaridina en su empeño por preñar a su segunda esposa, tan joven como desagradable, de quien debía conseguir un vástago para no perder la corona. Curiosamente, el rey Martín el Humano también murió por causas del brebaje del amor, comenta el marqués, con una dosis placentera de malicia.
Nuestras charlas y nuestros silencios son interminables como el mismo enero. Al marqués le viene bien andar por la ciudad a cualquier hora. Dormimos poco. Andamos mucho. Miramos todo. Hacemos más. Hacer con el marqués no se compara. Hasta la luna se inflama inyectada por un veneno sexual que no se da en ningún otro período del año. El río se erecta en un descontrolado frenesí de peces. Las calles se mojan con sólo mirarlas. En los bares se vive la fanfarria del café con leche. Cualquiera que lo pida lo tiene, porque el erotismo del marqués no es una imagen en la que sólo habita el pensamiento sino una metáfora carnal que excede las limitaciones humanas.
En enero, los pájaros del marqués me llegan hasta los huesos. Vuelan dentro del cuerpo recubriendo distancias mortales, prolongando el asombro. Levitamos, digo al marqués, cuando levito con sus pájaros dentro de mis pájaros. Y el marqués se inflama. El marqués avanza en lentas invasiones de baba. Va cubriéndome con sus largos oleajes de esperma. Y nadie a nuestro alrededor se horroriza porque a nuestro alrededor no hay nadie. Nadie nos eructa su bondad y su pureza. En nuestras noches de mayor sadismo, el marqués y yo nos sentimos libres hasta el destierro.
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