CONTRATAPA › DIARIO DE VIAJE
› Por Beatriz Actis
"Jamás podré empujar al amor por la ventana". Rimbaud
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Leni frente al ojo de la cámara. Hubo un día -un año antes de morir- en que ella pudo decir: Yo, Berta Helene Amalie Riefenstahl, he cumplido cien años.
Africa. Obtuvo el permiso para bucear en Mombasa cuando tenía setenta y un años. Un tiburón le perdonó la vida mientras buceaba en el océano. Durante las dos últimas décadas filmó documentales sobre la vida subacuática a través de dos mil inmersiones en las profundidades del mar. En Papúa, Nueva Guinea, a los noventa años, todavía realizaba dos inmersiones diarias excepto los domingos, que dedicaba a descansar y a contestar la correspondencia. Lo que más le gustaba disfrutar era la ingravidez en el agua, como si fuera una niña y no una anciana.
Fotografías. En el Hospital de Nairobi, en donde se recuperaba de un accidente -varias veces a lo largo de su vida se salvó milagrosamente, por ejemplo, en Africa, al estrellarse la avioneta en que viajaba-, encontró en un número atrasado de la revista Stern una fotografía de guerreros africanos con un único dato, un nombre: Los Nuba de Kordofan. Apenas había información sobre aquella tribu de una provincia al sur de Sudán; no había sido visitada por misioneros. Leni Riefenstahl tenía sesenta años y viajó hacia sus tierras con una expedición. Se integró a las costumbres de los Nuba, compartió su alimento, aprendió su lengua. Los fotografió y esas imágenes nunca vistas dieron la vuelta al mundo.
El cine. En su juventud, durante su primera película, sobrevivió escalando montañas con los pies descalzos, entre aludes de nieve. Al filmar los Juegos Olímpicos de Berlín, hizo colocar ruedas bajo las cámaras para poder seguir la marcha de los atletas, y cavar fosos en el estadio para captar los saltos desde una perspectiva aérea. Instaló una cámara subacuática para filmar a los nadadores mientras se arrojaban desde el trampolín y mostró instancias de los juegos con un objetivo de 600 milímetros, el de más largo alcance. Una vez, filmó desde una cámara montada en un globo.
Final. Siempre seré quien haya dado al mundo la visión única de mis ojos detrás de la cámara. Y siempre seré sospechada de ser cómplice del horror. ¿Eso es lo que soy?
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Duncan nació a orillas del mar. Sus primeras ideas sobre danza y movimiento surgieron, seguramente, del ritmo cercano de las olas (lo dice en sus Memorias). Su nombre original era Angela pero lo cambió por Isadora; desde California cruzó el océano para conocer Europa. Eligió en Atenas la colina de Cópanos para construir un templo de la danza.
La infancia. Cuando niña, le gustaba caminar despacio por la playa, tratando de que sus pies -que algunos años después, el público y los críticos compararían con alas- no se lastimaran con los caracoles que la cubrían. Se pueden imaginar: miles y miles de conchillas de todos los tamaños, algunas enteras y otras rotas en trozos más grandes o más pequeños, caracoles azulados, blancos, amarillos, rosados y casi verdes que a lo largo de los años se habían ido depositando de manera dispersa sobre la orilla del mar.
El cuerpo. Las emociones se expresan a través de los movimientos del cuerpo y por eso son fluidos y libres. No es sólo mi cuerpo el que baila. Ellos lo saben. De vez en cuando, un sector secreto de la playa de infancia, sin caracoles, le permitía descansar de la cuidadosa marcha de sus pies. En esas zonas de arena húmeda podían verse nítidas las huellas de las aves marinas. La niña que ella era pisaba una a una aquellas huellas con su propio pie y comparaba la marca de las aves -delgadas líneas, a veces, con forma de flecha- con su propia marca; las pisaba con cuidado, como sobrevolándolas, al ritmo de la música de la marea.
Mujer que baila. He sido una mujer irreverente que baila descalza. Han dicho que rindo culto al rito y a la naturaleza del cuerpo. Me han llamado "espíritu libertario". No puede ser bello aquello que es contrario a la naturaleza.
Las muertes. Los niños, sus hijos, están quietos en sus tumbas de ahogados. Los devoró el Sena. Los ríos devoran con su muerte quieta. A ella, en cambio, parecía darle la vida el mar, con su saciada sed de movimientos.
Miraba alrededor: el mundo exhalaba un vaho, algo, tal vez, como un mensaje. El cuerpo, pensaba, debe transmitirlo. Las noches y los días explotaban en sonidos, colores o fragancias. Ella no se detuvo. La vida estaba en movimiento, a pesar del horror del fondo del río inmóvil. Después, Niza. El cuello rozado apenas por el largo chal rojo del final. Pagana. Me han dicho pagana.
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