CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Los pobres sólo podíamos ver el río en la Fluvial o en La Florida. Tapiales y clubes privados hacían de Rosario una ciudad dividida. La destrucción de los ferrocarriles en los 90 trajo paradójicamente la transformación de la ciudad. De industrial a turística, de observar una cinta asfáltica que circunvalaba la urbe todos los domingos, tomando mate y esperando ver aterrizar algún avión, a costaneras interminables que le dieron el mote de ciudad Ribera. Muerte del cordón industrial, ausencia de azules obreros con zapatos con punta de acero, surgimiento de grandes edificios, avenidas, puertos, soja, barrios privados, transformaciones permanentes. Pero si hubo un cambio en la geografía humana en estos últimos años, fue la falta de vecinos sentados en la vereda mezclados con pibes jugando en las calles.
Para que la nostalgia no nuble a la memoria, quiero detenerme en este punto para explicar que se trataban de dos bandos irreconciliables. Nosotros ganábamos las calles a la hora de la siesta, para sentirnos libres y dueños de la ciudad, como los adolescentes tratan de vivir las madrugadas, sin presencias de extraños, sólo conviviendo con sus pares. El problema comenzaba por las tardecitas, a la bajada del sol. Todos los vecinos sentados contra la pared, mirando y juzgando todo lo que se movía delante de su campo visual. Tal vez por la no existencia del caniche toy o de otra raza de perros falderos que hicieran posible una transferencia de sus instintos maternales, si es que existen, todos parecíamos ser hijos de aquellas mujeres que descansadas, recién levantadas de la siesta, gastaban sus energías con gritos y verbos en imperativos.
La excepción se llamaba don Willians. Siempre apartado, nunca solo. Su silla parecía ser más alta que la de los demás, como la de un guardavida que vigilaba que ningún vecino se ahogara en el mar de lo obvio. "No se apuren, que adelante también llueve", nos decía cuando pasábamos corriendo. Su casa era pequeña, pero cubierta de una gran parra, hacía vino patero en febrero y regalaba a los adultos para los carnavales. Nosotros compartíamos los frutos de su añoso ciruelo. Cuando salía a la puerta de su casa con una olla gigante repleta de ciruelas, nos hacía sentar alrededor y nos daba de a una, como en una misa, y con cada fruto nos decía una frase simple y profunda. Me acuerdo de algunas: "el hombre es lo que no dice", "rico no es el que más tiene, sino el que menos necesita", "todo corazón, nace con un don".... Adrián decía que no nos regalaba uvas porque la verdad no venía en racimos.
Viejo loco lo llamaban algunos porque había comprado un televisor con el tubo quemado... mirando el punto de luz que producía el aparato en el medio de la pantalla se quedaba dormido y ahorraba en pastillas. Algunas tardes tomaba el trole en calle Mendoza y se iba a visitar a un amigo, que por lo que dijo alguna vez, parecía ser una persona de mal carácter, "mejor que vaya yo a verlo, porque el día que venga él hasta acá, vamos a estar todos en problemas".
Hacía ya un tiempo largo que el filósofo no salía a la vereda, por eso nos extrañó el verlo sin su silla, parado sobre un bastón y muy desmejorado. Nos llamó con un gesto, al que acudimos Adrián y yo. Aunque el tiempo nos había puesto lejos de las ciruelas y cerca de la cerveza, el respeto y la admiración hacia el anciano seguían intactos. Con la serenidad de siempre nos dijo: "Hoy festejo mi último cumpleaños". Nos volvió a dejar sin palabras. Le pedimos que eligiera un regalo y pidió que lo lleváramos a visitar por última vez a su amigo. Paramos un taxi y emprendimos un viaje que creo nunca olvidaremos. "Al puerto", pidió como destino.
Cuando llegamos saludó al río como si fuese una persona. "Mi amigo me enseñó que la vida es movimiento, que ese agua que vemos correr parece la misma de ayer, pero es otra, que todas van al mar pero que tenemos que ir despacio por el camino como lo hace él, para poder contemplar el paisaje", nos enseñó. Lloramos con él cuando confesó que recién ahora lo entendía, que uno puede ver el sendero sólo cuando lo está terminando de recorrer, igual que la ciruela: cuando más a punto está se cae del árbol. "Ahora te entiendo amigo, por más extenso que parezca el río, siempre es corta la vida", fue lo que dijo a modo de despedida.
Caminar cuarenta cuadras por día, bajar veinte kilos, ni sal, ni alcohol, ni tabaco, último aviso, palabras de mi cardiólogo. Mientras camino no hay día que no me acuerde del viejo. Lo que daría por un café con él. Creo que acordaría con casi todo lo que nos dijo, excepto en un punto. Cuando surcaba la cortada Marcos Paz a toda velocidad, desafiando al viento, ignorando la ley de la gravedad tocando apenas el piso para volver a tomar altura, cuando mi vida tenía un ritmo de río de montaña, yo no estaba apurado don Willians, estaba contento.
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