CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA
› Por Adrián Abonizio
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En la estación de provincia, la Virgen del Valle está presa dentro del rectángulo de vidrio. La gente se le acerca y posan sus dedos mientras oran algo sencillo. Son tantos los pedidos que ella, pobrecita sola en su aislamiento de reina espectral, ha empezado a enloquecer: le consigue trabajo a la que reza por ser madre y embaraza al morocho jornalero sin empleo.
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Desconoce porqué las mujeres lo ignoran. Se mira al espejo y ve una figura como de porcelana antigua, con alguna fisura en la zona craneal. "Estaré muerto hace rato", se dice, y se huele la ropa para cerciorarse. Un día de lluvia, una dama muy flaca y muy fea lo visitó en la mesa y lo reconoció. El sintió miedo. "¿Sos la Muerte?", le interrogó. "No, soy tu ex compañera de escuela. Siempre fuimos iguales de raros y el destino hizo que nos juntemos". El la miró, se recordó cómo era, admitió que era cierto y que el trato era justo. Le tendió la mano como si ya fuesen novios.
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Todo es magro, raleado y pobre en esta ciudad morena. Te recibe un basural inmundo que desemboca tapando el arroyo, junto a la caballada, el rancherío, las nenas ya señoritas que suelen ser pescadas en la zona. Los camiones les largan el tóxico dentro de sus casas y hay unas veredas donde gente de variada ralea está sentada sin hacer nada o empeñados en lavaderos con barriales. Arriba un cartel enorme donde un changuito sonríe, enorme y dichoso de pertenecer al color azul del jean. Una rubia, desde atrás, con su melena de surf lo tiene abrazado.
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El denominado "olor a muerto" es el aroma residual con que se conoce a la cocaína. De allí que los perros pesquisas tienen vedada la entrada a los cementerios: enloquecen husmeando de tumba en tumba. No sería sorprendente que los narcos escondieran su veneno en las necrópolis. "Acabo de dar una temible idea, lo siento", dice el periodista en rueda de prensa.
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Ella eligió la soledad y se suele preguntar cómo han hecho los otros para armar matrimonio, casa, hijos. Le parece un imposible pero a veces se cuestiona si está a salvo o se perdió algo. Un amigo, sagazmente le murmura: "Ni una cosa ni otra, Angelita.... es como una perinola, todos ganan, todos pierden".
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No tienen más para contarse. Los misterios se han acabado, pero continúan acompañándose. Los dos comprenden el haz hipnótico en el que se hallan sumergidos. "¿Esto será amor?", se pregunta el gato, frizado cerca del aire acondicionado, a salvo de los males de la ciudad. Entiende que si todo es ficticio le conviene que dure hasta que la muerte los separe. Y mira a ambos calculando con quién de los dos se habrá de quedar hasta el final. Le da lo mismo cualquiera, se dice mientras bosteza.
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El pibe está sentado tomando cerveza. Es de un pueblo de apenas seiscientas personas. "Había tan pocas diversiones que nos poníamos ropa de salir para ver la máquina de cortar fiambre funcionando. Yo soy de la época en que los lentes de ver se arreglaban con cinta adhesiva", dice con un marcado, exótico orgullo el viejito durante el almuerzo.
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Ella es actriz y cuenta con orgullo que su mejor logro, la mejor ficción, no fue el Shakespeare de aquel otoño hambreado ni aquella torturada Sra. Wilson. Fue cuando hacía de estatua en la peatonal y sintió un líquido tibio que le mojaba la pantorrilla: un perro la había meado confundiéndola con lo que ella imitaba ser.
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El dueño del hotel siempre se mantuvo firme en respetar las jerarquías: sólo quien hubiese abonado puntualmente y a lo largo de dos años al menos el alquiler de las piezas, sólo a ellos les estaban permitidas las visitas íntimas. Los demás debían esperar el calendario, haciendo buena letra persiguiendo el premio de la libertad que el carcelero, con su propio sentido de ecuanimidad, administraba tras el mostrador de ébano descolorido.
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