CONTRATAPA
› Por Miguel Angel Gavilán
Las Cifuentes, dos solteronas que le pagaban para que les barriera la galería, que de paso se reían de su cuerpo de sapo, de sus piernas cortas, de su vestimenta de fea irremediable, declararon lo que todos conocían: que suspiraba ante las estampas de los ángeles, que recitaba párrafos de mentalismo y que a lo último buscaba adeptos para sus creencias de sabia desconocida.
Pero nunca hablaron de la sal.
Dijeron también que el viejo no merecía terminar con esa señora rondándole las borracheras, esa que miraba a la gente con impaciencia de artista únicamente porque sabía esgrafiar cerámicas y piezas de alfarería.
Ya de chica, la premura por servir se le mezclaba con la santidad. Como si renegando mugre ajena, o amoldándose al desprecio de los otros, estuviera llegando a Dios.
- ¿Vas a misa hoy sábado? -preguntaban las Cifuentes en su afán por avivarla Así no vas a enganchar novio vos...
Rompían a reír entre las canciones de Daniel Magal y los chupetazos de la bombilla. Pero después, al ver que no cambiaban la modestia muda de la mujer, empezaban a enumerarle con esmero, sus falencias. Que no era rubia, ni alta, ni tenía ropa, ni plata, ni con qué para el levante. Completaban la burla comentando que cuando ellas eran jóvenes, un tendal de machos las esperaba a la salida del baile.
- A vos ¿quién te espera?
Los pocos años en que fue a la escuela le hicieron saber que los libros transportaban señales. Que la gente leída tenía el aura de los elegidos. Admiraba al Padre Pedro que daba clases de catequesis en la Parroquia y decía las enseñanzas de Cristo con llaneza, para que cualquiera pudiera entender sin perderse en el revoltijo impenetrable de las palabras.
Pero tuvo que llegar esa Pascua rinconera, fustigada por la crecida del río y agravada por una lluvia que peló ranchos y árboles hasta los troncos, para que ella juntara coraje y en medio de los destrozos de la inundación, le pidiera al padre Pedro que la dejara ayudar en la misa, o limpiar el templo, o lavar el manto del Sagrado, solamente para respirar paz.
El cura le habrá visto un pozo sin mal en sus ojos verdes. Habrá considerado que su comportamiento en la misa, más de pordiosera que de perturbada, la ubicaban en el límite entre los fantasmas y el miedo. Por eso le dijo que sí pero le advirtió que ahí no se pagaba sueldo, ni premio, que todo iba en servicio divino.
Cuando el agua se retiró y la normalidad barrosa de la costa volvió a ser de cumbias y de calores, el cura decidió restaurar el rostro del Sagrado Corazón. La lluvia había rajado parte del techo y se había deslizado sobre la talla, casi borrándole las facciones.
Así llegó el escultor a la vida de esa mujer. Fue un sábado de catecismo. El trajinaba barbotinas y potingues, descifrando, con un ceño lleno de pliegues, la complejidad del restaurado. Ella se quedó en la puerta, esperando que terminaran de entrar todos los alumnos. Después, el pelo plastificado en mechas rojizas recién teñidas, le habló trasluciendo una curiosidad sin miseria que el ceramista interpretó como entusiasmo.
- Quiero aprender... para arreglar al altísimo...
Al ver que cambiaba la Iglesia por el taller de artesanías, las Cifuentes quisieron participar en esa conquista. Le pasaban vestidos colorinches y apretados, le relataban lo que oyeron sobre los atributos del ceramista, haciendo gestos obscenos con las manos y hasta arriesgaban sermones eróticos entre estallidos de carcajadas.
No se sabe bien si el tema de los abismos espirituales se afirmó mientras recibía el adoctrinamiento caliente de las dos solteronas, o después, en las clases del escultor que le aconsejaba leer libros de arte para tener autonomía en sus creaciones.
- Vos tenés pasta para seguir...- decía el ceramista, acostados los dos entre las sábanas, ella untando de besos el pecho del hombre que por fin le enseñaba algo más que un encame y una despedida.
Pero ni bien dominó la técnica de rescatar la dureza del barro por encima del agua, empezó su desglose de frases seudofilosóficas que leía de maltrechos apuntes. En su rapiña de cultura, en su búsqueda por hacerse notable a los ojos del maestro, vagaba en desorden por los temas anhelantes de la estética y del tiempo. Se fue construyendo una cosmogonía intuitiva, asombrada. Y así, los desniveles de su formación, entre mística y metafísica, la convencieron de que Dios era su hombre y de que el arte era tan accidental como la alegría.
- Che... ¿y cómo te amasa el ceramista? se relamían las Cifuentes, más pragmáticas.
Pero como todo milagro a la larga se vuelve una casualidad, una anécdota que se arrastra con la lengua, de boca en boca, la vida entre esos náufragos se volvió ruidosa y molesta, un chocarse en los corredores cuando se come o se bebe, una confusión cuando las manos se entreveraban en la casualidad del amasijo. La cortesía, en lugar de tibieza, despertaba fastidio, un empujón, un desprecio. Se evitaban en la amistad del diálogo aunque todavía la cama los arriesgaba en caricias.
Una tarde se descubrieron en un olvido mutuo. El ceramista la mandó a la ciudad a buscar óxidos azules para unos candiles y unas palanganas. Al regresar, la mujer lo encontró paseándose por la casa vestido con los batones de las Cifuentes. Le provocó golpearse, o golpearlo, romperse las manos o romperle la ropa, porque ese maricón no merecía una hembra culta, o porque ella no merecía ese espejo.
Defraudada y santa, luego de destrozar el taller, de volcar color encima de las piezas dispuestas para el horno, de arruinarle al marica un trabajo de meses, se fue a vivir a un rancho cerca del río. Trató de aplacar de su memoria las noches salitrosas donde ese puto hermoso había transformado el placer en resplandor de esmaltes.
Con el tiempo, se le cayeron los dientes y los sueños, trasnochó cigarros y desnudos y algo sexual desbarrancó su pudor y sus tetas mientras se vendía a cualquier muchacho que precisara tener la constelación de Orión en su cama.
El viejo llegó a su vida como un perseguido de alcoholes. Subsistía canjeando escombros por vino. Coleccionaba quietud y perros. El terreno que mezquinaba tenía un barco varado al frente, en memoria de una mujer, de un paseo.
Se le acercó con parsimonia, y eso quizás la sedujo. Le habló de hacer una casa, de un jardín, de un lugar para sus tiles. Ella, que nunca renunció al hombre vestido de mujer, le retrucó con una advertencia:
- No me pegues ni me ofendas.
Antes del matrimonio, lavó el manto del Sagrado Corazón por última vez, acondicionó la capilla con flores y hojas de achira y se despidió de sus estrellas. Se mudó a la casa de su marido con un bolso y un vestido lila. Entre cunetas y chicharras, a aletazos de asco, la mujer dejó congelar la pena, hasta que se hizo nada, o hielo derretido en un vaso de ginebra.
Fue a los pocos meses, ni bien los gritos desembocaron en reproches y por último en golpes, que la mujer decidió lo de la sal. Porque era la última instancia. Que el viejo se enamorara de ella o se perdiera, que esa pasta endurecida en cocciones los volviera estatua cerrada, una monstruosidad de bronca encima de un torno.
- Quiero que me des toda tu sed- propuso el ceramista una vez, como un intento por gustarse de nuevo. Trajo sal y azúcar, ramas de hierbabuena y una botella de ginebra. La desnudó y la regó con esos tesoros. Después se recorrieron con los labios hasta que los cuerpos fueron una sola sal, una sola vida.
Habían discutido. Se desconoce si el detonante fue la trompada que hizo sangrar el labio de la mujer, o el jarro con duraznos que rebotó en la cabeza del viejo. Lo cierto es que ella se encerró con llave en el dormitorio, prendió unas velas en un candil azul y derramó sal gorda en todo el cuarto. No quiso repetir un rito de amor, sino más bien buscó protegerse de eso que le habían advertido las Cifuentes antes de irse con el ceramista. Que los hombres eran unos cobardes, que se cansaban de una, que lo mejor era tenerlos lejos porque en cualquier noche, ni bien se los limpiaba, se volvían a ensuciar, como el manto del Sagrado, con la humedad y las arañas.
Cuando la policía llegó, alarmada por los gritos, o por el ladrido de los perros, o por el viento que sopló desprotegido en la tremolina que abrieron los patrulleros, al marido le resultó más fácil entenderla loca que dilucidar tanta desesperanza. Y algo de verdad había en esa interpretación. Porque ninguna mujer con fe enciende un candil hecho por alguien que se odia todavía, ni lo mira hasta que se apaga, usando ese silencio como muro, ni se viste de hombre antes de ahorcarse.
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