Lun 18.02.2013
rosario

CONTRATAPA

Derechito al muere

› Por Dahiana Belfiori

La cortina de la habitación dibuja una onda amplia, conmovida por el tiempo de un viento sur sorpresivo que fluye a través de la única ventana abierta de la casa. Y, como las olas en el mar, traza un sendero invisible en el aire dejando una estela con aromas a tierra mojada y abrazos frescos, cargados de novedad para la casa que hierve. Laura se levanta pesadamente de la cama, camina arrastrando los pies por el pasillo y comienza a sentir el alivio en la punta de los dedos, en los tobillos y en la cara interna de los muslos, por debajo de su pollera floreada. Va sacudiéndose el tufo del verano, especie de humedad pegajosa adherida a las vidas transcurriendo en cámara lenta, que se fija en el cuerpo de los cuerpos y de las cosas. Recorre su casa levantando persianas, que usualmente y a esa hora de la siesta permanecen selladas, como si ese gesto antiguo y transmitido por generaciones ahuyentara el calor. Mientras, un poco por el sopor en el que se mueve por la inercia del sueño y otro mucho por la ceguera selectiva a las cosas cotidianas, va descubriendo un sillón antiguo -herencia de vaya a saber qué antepasado-, aquella cortina gastada, el polvillo sobre la mesita de luz y sobre el bargueño de pino en el que se disponen algunos portarretratos todopordospesos con fotos de su familia y de algunxs amigxs, la lámpara de pie que estaba incluida en el contrato de alquiler junto con un espejo de pared enorme e inquietante y los sillones de mimbre de la galería. Le vienen a la cabeza unos versos de una poeta que escuchó hace un tiempo en uno de esos festivales de poesía que a ella no le entusiasman demasiado, pero a los que sin embargo asiste, aburrida de la monotonía de ese pueblo grande en el que vive y esperando que un aire joven la libere de la abulia, nada menos. Levanta la foto en la que está con su perro y recita en voz alta y con la lengua pastosa, la primera estrofa del poema VIII de Carina Radilov que aprendió de memoria: ¡oh el vidrio barato de mi vajilla!/ sábanas 100% poliéster / cuchillos tramontina/ vasos de plástico/ sin contar los tupperware/ que anidan en las alacenas/ buscando tapas que nunca encuentran/ ¡los cuadros! remedos kitstch/ de todo por dos pesos/ una estampa de san expedito/ en la madera hinchada/. Saltea la siguiente estrofa y sigue, ya con más fluidez: todo barato, berreta,/ grasa, maloliente,/ descartable, en oferta,/ de saldo y en serie/ todo vacuo banal/ baladí y anodino/ todo todo todo / mi vida/ va derechito al muere/.

Se detiene, da vuelta en redondo, ojea y orejea la casa, y en una letanía salen de sus manos que recorren los muebles, caricias indagadoras: ¿Cuántos cansancios y suspiros soportarán los sillones del living? ¿De cuántas maneras habrá sido tendida la mesa de la cocina? ¿Otras vidas, como ahora la suya, habrán abierto las ventanas para airear el sueño y las costumbres? ¿De qué dolores y amores estaría hecha la pared en la que se apoya el respaldar de la cama? Pero sobre todo la asalta una duda espesa: ¿Acaso sería que ella misma repetía exactamente los movimientos que ya habían sido realizados, con esa misma pesantez como en una coreografía eterna, e incluso con ese encuentro en la poesía, haciéndola parte de una única cadena cuyos eslabones se multiplicaban hasta el infinito? En vilo, se acuerda de otro poema de Radilov y masculla desordenadamente algunos de los versos: no hay consuelo/ no hay misterios/ no hay destellos/ ¿dónde quedaremos?

Ir derechito al muere es parte de la vida, piensa Laura. Y con el viento que entra -ahora casi con furia armando un remolino con los papeles de su escritorio-, asiente con la poeta en una súplica esperanzada y a modo de pregunta, sabiendo que aquello, la pregunta ¡siempre la pregunta!, es lo que la mantiene viva: ¿qué deseamos, si no es el llamado del viento?

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