Mié 20.02.2013
rosario

CONTRATAPA

Una tarde serrana

› Por Eugenio Previgliano

Tomo con la mano izquierda una piedra que estaba en el lecho del arroyo, la apoyo en una más grande que aflora casi un metro sobre el nivel del agua y con una tercera piedra en la mano derecha percuto la primera y veo que se vuelve prácticamente polvo. "Fractura amorfa", pienso, y esta idea me recuerda que es posible que se trate de una roca sedimentaria y no de granito como había pensado al principio.

Ella en tanto, concentrada en sus labores, con una sonrisa apenas sugerida, monta el mate con mucha yerba y unos grumos de peperina fresca que instantes antes me ha mostrado mientras alegra el paisaje con su sola presencia. Yo he sentido el perfume a menta de la hierba fresca, he sentido como su sonrisa encontraba eco en mi rostro parco y he escuchado cómo al unísono hablábamos de ponerle hierba fresca al mate. Después, mientras ella siga con el mate, la menta y su propia belleza, tomaré una piedra blanca y al golpearla pensaré que se trata de cuarzo, ya que la fractura es ortogonal, como todas las rocas con estructuras cristalinas fuertes.

Antes, mientras ella guiaba el automóvil con pulso certero y una leve expresión de deseo en el rostro por un camino de cornisa, yo miraba el paisaje abrupto, el precipicio, el rancho, la pirca y deseaba dentro de mí llegar a la frescura de una pequeña y antigua iglesia. Lo que no sabía entonces es que después, al llegar, encontraríamos no sin cierta sorpresa una gente dominguera, unos músicos endomingados cargando sus instrumentos y muchos automóviles, nuevos, brillantes, enormes, estacionados en los alrededores de esa capilla perdida en las cerrazones desde hace dos siglos. "Un casamiento" nos dijeron que había. "Empieza ahora", nos agregaron.

Estas y otras cosas recuerdo mientras ella me dice livianamente que piensa tomar una ducha, que si prefiero ducharme yo antes, que falta una hora para que mi vuelo despegue y otras trivialidades domésticas que, por alguna razón difícil de descifrar, a mí me resultan fascinantes, dulces y encantadoras. Le digo entonces que prefiero que se de una ducha ella, que yo puedo leer mientras ella se acicala, se ducha y se viste, me siento en un sillón y abro, del libro la página que ya he leído, dispuesto a continuar con la misma lectura. Por la mañana, sin embargo, no mucho después de levantarme, la he visto tan bella, he descifrado tanto en su mirada calma, en su sonrisa leve, en su piel a la vez oscura y aromática, que no pude contenerme de abrazarla. Tal vez sea la primera vez que reparo en su gesto, en su abrazo, en su suave deslizar sus manos pequeñas, cuidadas y suaves por mi espalda. Algo hay en este abrazo de hoy por la mañana que despierta en mí una ternura que ya me viene siendo extraña y cuando acaricio con suavidad su cuerpo de administradora de milagros una paz curiosa, una sensación lejana, me invaden del todo y vuelven al mundo justo y bello.

¿Molesto ﷓digo en términos de interrogación﷓ si te charlo un poco mientras seguís en la ducha? ¿Te incomoda ﷓le digo﷓ si me quedo acá, del otro lado de la mampara conversándote?

La pregunta tiene el tono de quien busca incomodar, pero el que pregunta es un hombre incómodo, que más allá de la sorpresa, de la grata experiencia del día, del callado devenir del tiempo que compartimos, se impone por sobre su propia textura, una áspera necesidad de cambiar las cosas y actúa en consecuencia con unas convicciones firmes, lavadas y temerosas.

No ahora, pero un recuerdo leve y deslucido de haber temblado por la mañana me guía mientras vuelvo al libro, a la página, a la lectura de un ensayo sobre la escritura que vengo queriendo releer desde hace como diez días. Es arduo retomar la lectura, concentrarse, descifrar de lo que está escrito en castellano aquello que se escribió originalmente en francés, lleva un tiempo pensar si lo que se está leyendo es lo que se ha leído tiempo atrás o es lo que se recuerda de la lectura de los últimos días. Por eso es que verla en toda su hermosa humanidad, envuelta en una toalla que disimula y sugiere sus bellas formas, su piel oscura y aromática, los leves estremecimientos que suceden a las caricias que ella denuncia con un "me hacés cosquillas" y todos esos ejercicios de belleza que devienen de la circunstancias que, incluso tal vez todos los días, rodean a su piel diferenciándola claramente de las otras cosas del mundo.

Me levanto, me incorporo, sé que estoy perdido, que no me asiste ni un gramo de la razón que he cultivado por más de medio siglo. Corro por una pendiente pronunciada más allá de mi destino, ya no soy el que he sido todos estos años, soy uno que no encontrará sosiego hasta que la tome entre mis brazos, la bese suavemente en sus partes sensibles temblando de una zonza emoción que vá más allá de la piel, de los estremecimientos que no esperaba, de su frase sobre diez minutos, que son los que me quedan antes de partir hacia el aeropuerto. Soy el más feliz de los hombres que han habitado esta y otras tierras arrumado por sus gemidos, soy uno que está a punto de llorar, un niño feliz descubriendo el mundo, un atardecer, una primavera, soy nada más que la belleza cuando la tengo entre mis brazos gimiendo de placer, uno que llora de alegría cuando recuerda mientras escribe, uno que se ha encontrado.

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