Mar 16.04.2013
rosario

CONTRATAPA

Barroco technicolor

› Por Paul Citraro

Un mono con orquesta propia, un farrista tímido y defensor de su propia música. El pasado domingo, en el Teatro Príncipe de las Asturias (Centro Cultural Parque de España) de Rosario, el notable guitarrista Stanley Jordan dejó asentado que la improvisación es una búsqueda perpetua. Especialmente en su caso.

El improvisador busca algo que ignora, parece. Tras esa búsqueda a partir de un tema o un motivo, el sufrimiento se hace cuerpo en ese constante fluir. Lleno de matices y corcheas, Stanley Jordan mostró para una importante convocatoria de público que acaso el desconocimiento de la meta, sostiene el interés principal de la creación, el mayor asombro. Frente a ese camino que abría a tientas y a yemas y para volver a relucir esa harto mencionada técnica del tapping (pulsar las cuerdas con las dos manos en lugar de rasgar con una y pulsar con la otra, esta última, entendiéndose como la forma tradicional de ejecución).

Es decir, ese sabido objeto de enfrentamiento entre la tradición del jazz y las nuevas técnicas es más una suerte de resignación y defensa que de un descubrimiento oportuno. Y de alguna manera, lo que se ofrece como resistencia es lo que le da entidad a las formas. Le otorga una legitimidad adicional a tanta efervescencia colectiva. Lo que hace Jordan es describir desde otro lugar que el enfrentamiento entre vanguardias es posible, aun manteniendo a salvo las elites que lo componen. No hay ficción allí, sino un fuerte discurso en la reinterpretación del género.

La música de Jordan es cortaziana: una historia circular que, aunque capaz de sostenerse inalterablemente, nunca cierra. El barroco está más vivo que nunca, dice el discurso sonoro que abraza desde las memorables estampas de Los Beatles (Eleanor Rigby) a los movimientos de Bach, o sus propias composiciones.

Lo que Jordan tuvo para mostrar fue desde una escueta escenografía minimalista; un amplificador, guitarra y el fantasma del cuerpo conjetural de su música. Pianísimo, fortísimo, acaso fueron las claves para sostener por casi cien minutos la atención inalterable del público. Realmente es exquisita esa farsa de farrista tímido al momento de defender su música. Todo es posteridad y apetito musical en presente continuo. El tiempo no pasa, se entiende, o pasa como contigüidad casual. Acaso han pasado treinta años de sostener el mismo relato musical y aún sigue sonando tan fresco y sutil como quien se levanta despabilado con una buena idea en la cabeza.

La lógica musical y compositiva de Jordan es mucho más que una gesta solitaria. La sorpresa finalmente no está en su técnica y su inusitada habilidad para caminar el mástil de la guitarra como algún distraído que pasea livianamente por un parque. Es la forma de gritar a cierta cultura en bloque que a veces, llorar las mismas melodías a coro, es políticamente estéril. Sufre cuando toca. Y toca como si hablara sobre ese dolor dulce que es la nostalgia de aquello probable y propio de sus comienzos. Sigue. Trazando ese molde que solo pretende llegar a la meta final en cada arrebato de la ejecución. Por momentos padece la ausencia del sentido de la meta, pero se siente cómodo. La detención es siempre temporaria. Por eso la clave es hacer algo nuevamente con el peso de la historia que lo antecede musicalmente. Eso es parte del asunto. Y ahí está Jordan cociendo otra vez su propia historia.

Párrafo aparte y vanguardia amable. Es la forma melódica la que fluye de sentido y pone en juego, aún hasta hoy el modelo de representación de un músico de jazz. Acaso esa devoción elocuente al género no sea otra cosa que torcerle la mano para mantenerlo vivo. Ajeno a cualquier manoseo conocido. Posiblemente cuando un músico poético conquista el ritmo interno y sensible del receptor, quizá ese poema sonoro esté concluido. Tanto desde la sensibilidad personal como en la colectiva. Todo es entorno al sonido originario, tan cercano, antes de multiplicarse casi infinitamente

La música de Stanley Jordan suena a Jordan, tocada por Jordan. Quedó claro que el guitarrista creó territorio compartido con reglas propias para cada uno de los presentes. Ese mismo territorio que al momento de escucharlo, borró de un plumerazo todas las reglas establecidas.

Lo que viene detrás, se desconoce, pero está muy cerca de subir al cielo en ascensor.

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