CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Sentada y tensa sobre la valija que intenta cerrar, Juana forcejea con el cierre que debiera deslizarse hasta el final de su recorrido, tratando de que no queden a medio camino entre el adentro y el afuera un par de medias azules y las mangas de una camisa roja que metió haciendo un bollo a último momento. Lo logra, finalmente, y se desploma sobre la valija. Con la intención de aflojarse, abre las piernas, apoya los codos sobre las rodillas y el mentón sobre las manos y hace rodar los ojos en todas direcciones, abarcando la totalidad del departamento vacío, que antes era de mínimas dimensiones y que ahora se le antoja enorme. No puede contener el llanto, las lágrimas saltan sin esfuerzo, como si fueran capaces de entender el momento y se acomodaran a sus sentimientos, provocándole el menor desgaste posible. Hay ausencia de muebles, de heladera vieja y su ruido sordo, de cortinas nunca blancas en las ventanas, de foto de abuelo en la única y abarrotada estantería, de reloj solitario en la pared marcando el ritmo exacto de cada tiempo subjetivo, de cuadro que ella misma pintó y del que se deshizo al organizar la mudanza. La ausencia de cada detalle que lo hacía suyo, está presente de manera densa en su mirada. La pulcritud actual la anuda a la angustia del polvo que todo lo cubría. Es que la tierra siempre estaba ahí, por más empeño que pusiera en borrarla: sobre la heladera y los muebles, en la cortina y en los marcos de las ventanas, sobre el cuadro y el portarretrato, sobre el reloj. La contundencia del vacío de tiempo y de polvo actuales hace que broten los recuerdos a través de esa cascada de agua que no puede detener. De esa mínima catarata surge un río en el que navegan los recuerdos de esos años. La mudanza la turba. No sabe lo que le espera. No hay un diseño provisorio de futuro. Sólo sabe que se va. Se siente arrojada de su vida.
Todas las ventanas del departamento dan al sur: la de la cocina, la de la sala de estar y la del dormitorio. Y cuando el viento arreciaba desde ese punto cardinal, las ventanas golpeaban su furia contra los marcos haciendo estremecer a Juana. Como ahora que las imágenes le agitan el pensamiento y le hacen perder el hilo del relato de la historia de esos siete años, aunque las ventanas permanezcan silenciosas y selladas. Mudas pero visibles, yacen abiertas al recorte de un paisaje gris y estático a través de las persianas todavía levantadas que dejan entrar las últimas luces del día. Desde su lugar divisa las manchas de humedad en la pared del edificio lindero. Manchas acosadoras que la perseguían en la oscuridad y que durante el día la invitaban a volar: ahí hay un hombre caminando con su perro por una calle arbolada, más allá un sol de niño entre las nubes negras. De noche todo se volvía tenebroso. El hombre y el perro tendían un puente de ira hacia la ventana de la pieza. Las nubes se descargaban con fuerza sobre su cuerpo siempre húmedo, siempre frío. Entonces se atrincheraba entre libros y sombras. Sólo ella sabe del pasaje doliente hacia la adultez. Sólo ella sabe de su duelo. La soledad también fue su compañera, por más amores y amistades que hubiera recorrido. El parqué, las ratas en el patio trasero de la panadería de la planta baja y los murciélagos en los conductos de ventilación del viejo edificio, fueron sus obsesiones. Ya no las quiere, con un ademán las expulsa de su vida.
Sobre el parqué, continúan danzando los recuerdos. Se deslizan sobre los patines de lana que eran de uso obligatorio para toda alma que ingresara a su universo. Porque las almas rayan, siempre lo hacen y lo hicieron, es cosa sabida. Ahora, hay una rebelión de patines que le señala los rastros de tanto camino circular, de tanta tautología vivida, encarnada, sufrida. Tan pequeño es el camino, que hay un hartazgo de círculos y flota un ansia de libertad inversamente proporcional a la que diariamente marcaban sus pasos desde la cama hacia la heladera, confiando en que al abrirla le fuera asegurado un cierto dominio sobre las cosas del mundo, que por lo demás permanecía ajeno.
Enciende un cigarrillo, el último en ese espacio que fue su hogar. El humo dejará trazas suyas sobre las paredes recién blanqueadas. Las volutas, caprichosas, le sugieren un rumbo posible. Con las mangas del pulóver se seca el llanto adherido a las mejillas. Es hora de caminar, se dice en voz alta. Su voz retumba y le da coraje: decide dejar huellas sobre la tierra inexplorada. Con el cigarrillo en la boca, cierra las persianas, arrastra su valija y se va.
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