Lun 24.06.2013
rosario

CONTRATAPA

Buen provecho

› Por Dahiana Belfiori

Hubo una época en que mi abuela preparaba los ñoquis de papa del 29 al mediodía con tanta religiosidad como destreza, y lo hacía para toda la parentela. Dos grandes ollas humeaban desde las once de la mañana empañando los vidrios de la cocina amplia: en una hervía eternamente el agua, en la otra, tres hojas de laurel y varios tomates frescos que aromaban la casa. Sobre la mesada desplegaba los ingredientes con paciencia -papas, harina, huevos- mientras canturreaba alguna tonadilla italiana. Mis ojos alcanzaban justo la altura de la mesada, y mi cuerpo pequeño se perdía entre el cuadrillé del delantal vaporoso de mi abuela que cubría su pollera floreada, surcado de harina y de estrellas de salsa. Desde allí no sólo tenía una visión privilegiada de esa masa caliente que iba tomando forma bajo sus manos milagrosas, el aroma me calaba las fosas nasales invitándome a meter los dedos de vez en cuando. Obstinada, la abu, les daba una palmada que hacía que los retrajera con fuerza obligando a la mano y al codo a rascar mi cabeza. Pero volvían a la faena en el mismo instante en que los choricitos de dos centímetros de masa empezaban a rodar por el tenedor. Cada tanto mi abuela se hacía la distraída, para que mis dedos pudieran "robarle" algún ñoqui crudo. ¡Qué placer desgranar la masa tibia y cruda sobre la lengua! ¡Qué sabrosa se tornaba la mesa cuando se había compartido la complicidad deleitosa de la cocina! Es que el orden del cosmos se fragua en la cocina. Hay unos saberes milenarios que se condimentan y distribuyen de una generación a otra a través de las ollas: privilegio y tortura de las mujeres. Ya lo decía sor Juana refiriéndose irónicamente a los deberes impuestos históricamente a ellas: "¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina?"

Cuando con mi hermano andábamos por los años en los que ya sabíamos leer, mi mamá nos esperaba al volver de la escuela con mate cocido y una fuente repleta de tostadas calientes. Las acompañábamos con alguna mermelada de estación o con miel que mi abuelo traía del campo. Aquello era una delicia. En la fuente no quedaba una tostada y en la boca se hacían migas las palabras que daban sentido a nuestro día. Sin embargo mi madre -excelente cocinera aunque le pese- se quejaba de ese trabajo diario heredado por obligación: "más de una hora de preparación para que en cinco minutos no queden ni las migas". Supongo que el malestar que dejaba traslucir en la queja era un pedido vedado: ¿y a mí quién me cocina alguna vez? Porque la magia de la alquimia de las comidas y de los decires sólo se despliega en la cotidianeidad de la vida compartida: la comida y las historias requieren de ciertos ritos para que se tornen apetitosas y si se comparte la tarea, más sabrosa se pone. No en vano quienes cocinan y cuentan cuentos, ponen particular esmero en la combinación de colores, de aromas, de climas, esperando que lo que se percibe y se ingiere logre algún efecto deseado.

En tiempos de comidas rápidas, de vidas veloces y de dificultad para acceder a alimentos saludables, es difícil encontrar el momento para cocinar. Y bien sé que la nutrición es algo más que la mera ingesta de calorías para sobrevivir. Para mí, como para mi madre, cocinar sigue siendo una obligación. Sólo se torna placentero cuando pienso en lxs posibles destinatarixs. Para justificar mi falta de empeño en la cocina, me digo que mezclar palabras es como cocinar, al menos se requiere algo de maña. Hay presencias y recuerdos que se guisan tanto para contar una buena historia, como para hacer una grata comida. Y otra vez la irónica sor Juana a la vez que interpela, exhibe la obligación impuesta socialmente a las mujeres: "si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito".

Habrá que seguir esforzándose para lograr alguna agradable comida casera. Hasta el próximo plato. Buen provecho.

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