CONTRATAPA
› Por Miriam Cairo
Recuerdo que lo escuché hablar, pero no recuerdo una sola palabra de lo que dijo. Bueno, una o dos, sí: estoy cascado. Era obvio que ya no tenía sentido escuchar nada más, entonces, mientras él hablaba, me dediqué a pensarlo. Lo pensaba lento, que es uno de mis modos de pensar, alternando con corrientes atroces, endemoniadas. Ni siquiera se me dio por decir que yo también estaba cascada, porque lo remediable a veces se parece mucho a lo irremediable.
Una palabra.
Dos.
Mientras lo pensaba, llevaba la vista desde el borde de la copa hasta sus manos, de las manos a los hombros, de los hombros a las sienes, de las sienes a los ojos, de los ojos al filo de la copa, de la copa a sus manos, de las manos a los hombros, de los hombros a las sienes. De vez en cuando el recorrido era interrumpido por el movimiento de sus párpados que se derrumbaban y se restablecían al modo de un cataclismo. De un pestañeo.
Al modo de los mares.
Del nomar.
De los desvanecimientos.
Al hombre le importaba mucho decir lo que decía. Las palabras salían de su boca en línea recta, luego se bifurcaban y me entraban por los dos oídos a la vez. Ya en el conducto auditivo, las palabras se desperdigaban por distintos rumbos.
Grutas.
Anillos.
Remolinos.
Mi organismo es hábil en el procesamiento de palabras. Las propaga hacia arriba, hacia los cabellos, las esparce por los senos, las extiende hacia una pierna primero, hacia la otra después, luego las levanta en ángulo hasta insertarlas una por una en los latidos.
Virgen de Caacupé ruega por nosotros.
Mientras el hombre hablaba, yo iba deshaciendo los nudos y sin perder de vista sus gestos, los solté. El hombre no los notó, porque mis demonios son sutiles, "etéreos", según el juicio malicioso de mis mejores amigas. Sin hacer bullicio se acodaron sobre el plato para verlo comer. No hay cosa más dulce que la contemplación de mis demonios. Nada más admirable que su quietud y su pereza. Lo único, verdaderamente aterrador son sus silencios, pero el hombre cascado, por el solo hecho de no conocerlos, estaba totalmente fuera del alcance de ellos.
Los nudos.
El organismo.
La palabra.
El hombre hizo preguntas y las respuestas llegaron a buen puerto. Luego, llevó a la boca el último bocado y se dedicó a mirarme como si yo también fuese su alimento. Mientras me masticaba se le humedecieron los ojos.
Virgen de Caacupé líbranos del pensamiento.
Antes de que nos trajeran el café, ya estaba sentado a mi lado estampándome un beso que llegó oblicuo, acaso por la sorpresa, acaso por los demonios que nos miraban de reojo, acaso porque estaba de perfil.
Acaso por misterio.
Recuerdo bien mis silencios. Uno por uno. Demonio por demonio. El hombre tenía algo encantador. Creía en la naturaleza de sus labios. Creía en la fertilización in vitro, en Miles Davis y en Eva Perón. Creía que los aviones podían llevarlo a otra parte y creía en Houellebecq aunque nunca lo hubiera leído.
Virgen de Caacupé ten piedad del viento.
En medio de los besos yo pensaba en los naufragios, en los peces que nos nadaban alrededor, en mis demonios desatados, en el monumento, en los cañones Libertad e Independencia, en Vilcapugio y Ayohuma, en las mariposas de la oscuridad. Pensaba en la ciudad que se hundía y se levantaba como un monstruo fluvial, pesado y monótono. Pensaba en la Virgen de Caacupé bañándose desnuda en el lago de Ypacaraí.
Pensaba en los espejismos.
En lo de allá.
En lo de acá.
En las tempestades.
En las roturas.
En la Osa Mayor y su carro celeste.
En el pequeño bar donde me escondo del mundo.
Pensaba porque todo lo que siempre hago es pensar. Pero no recuerdo lo que el hombre decía. Tampoco recuerdo ni una sola palabra de las que dije yo, aunque sí recuerdo que hubo un modo de atravesar la noche que se parecía al viento.
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