CONTRATAPA
› Por Mariana Miranda
Farías tenía la mirada torva, áspera, prepiadora. Los pies cansados de arrimar las ausencias permanentes a lo largo y a lo ancho de todos los caminos transcurridos. Hablaba poco, lo justo y necesario. Tenía simiente de buena leche. Había crecido a la vera del río, ancho y tumultuoso, ensanchado de marrones, de todos los marrones necesarios. El color del león atravesaba el río, así como había atravesado el río su piel, sus pestañas, sus más ínfimos huecos y sus recovecos más lúcidos. Sabía nadar dendeseguro dendesiempre. Era como una olla de cobre en la que se hubiera dejado llevar todo el tiempo, todo el tiempo desde que había nacido, ahí nomás, ahí mismito, a las orillas, en el rancho de latas y botellas que había armado como había podido su padre, alguna vez antes de que la yarará lo mordiera. Después se puso fulero, hubo que amputarle una pierna y ya con una sola no podía moverse igual. Seguía haciendo cosas el viejo, seguro, porque sino se moría, pero ya no podía moverse como era debido, como había sabido dendesiempre, como hubiera querido, para darles un poco de paz y de luz tanto a sus hijos como a su mujer, a la que le decían la negra, a la que él también se había acostumbrado a llamar así, tanto, que a veces le costaba tratar de recordar en las telarañas de su memoria ociosa cómo era que ella se llamaba de verdad, de tanto decirle la negra, como le decían todos, como siempre le habían dicho, tanto que su nombre perdido costaba salir del atolladero de cosas escondidas que tiene la memoria, esta memoria falaz y torpe que a veces nos enoja muchísimo y a veces nos sorprende, también muchísimo.
Era torpe y terco el viejo, torpe por lo de la pierna, terco por el creerse que nunca la había perdido, y así estábamos, se la pasaba peleando consigo mismo y con su propia inutilidad. Farías había crecido así, haciendo todo lo que el viejo no podía, aún a los seis o siete años él ya sabía qué era lo que había que hacer y no tenía ningún empacho en hacerlo y encima en decirlo. Su hermano Lucio, cinco o seis años más grande que él lo aleccionaba bastante, el padre seguía al pasito corto sus quehaceres, apuntando aquí y allá qué es lo que estaba bien y qué era lo que estaba mal, tratando de corregir errores muchas veces imperceptibles, de tan gauchos y tan duchos que los muchachos habían sabido ser, aún desde gurises, desde gurises muy pequeñitos que sabían pasarse la vida nadando atolondradamente en este río, en este Paraná cansado de ranchos y de gurises, de negras y de viejos, de olvidos y de nomeacuerdos. La negra también era ducha y hábil en todas las cosas de la vida, era tan hábil que sabía cocinar de maravillas, aún con lo que había, que siempre era mucho más que poco, que siempre era mucho más de lo mismo, un poco de algún pez que hubiera sido pescado esa tarde o esa madrugada, con suerte algún cangrejo, con suerte algunas papas o arroz, y ella hacía maravillas con esas cosas, aún volviendo cansada de pescar con los muchachos ella sabía volverse para faenar y limpiar los peces y hacerlos, a la mejor manera, che, sobre el fuego de ramas y maderitas, prendido a la mejor forma, para que dure más, estirándolo lo más que se pueda, conservando el calor al máximo con los tronquitos de por aquí y con los de por allá, tratando de no usar nada que no se tuviera a mano. Farías venía de ahí, era tosco, oscuro, pardo, como quien dice, parco, como quien dice también, se lo tenía como un tipo justo y leal, como un buen tipo.
Como alguien que no sabía meterse con nadie, menos para traer camorra, se lo tenía como alguien que hacía la suya sin joder demasiado al resto, que esto, en este mundo, no era poca cosa, che, no era poca cosa, sabía andar doliendo miseria en los recovecos de su existencia pero no por eso luchaba menos erguido, no por eso se arrodillaba a suplicar la piedad ni la caridad de nadie, no por eso había perdido en ningún momento la inmensa dignidad que restallaba en todo su ser, desde su respirar cansino hasta su mirada torva. Había trabajado de hachero en los montes, había sabido despostar y carpir hectáreas y hectáreas para sembrar la soja, había sabido cercar y alambrar y poner boyeros por todas partes.
Pero un día le pasó lo que les había venido pasando a muchos, desde hacía rato, desde hacía bastante rato. Hubo un día en que se quedó sin trabajo, eso en realidad no era tan grave porque le pasaba siempre, era ¿vio? como esos que les dicen los trabajadores golondrinas que les endedicen porque inrisulta que hacen trabajos en distintos lados de dos o tres meses cada uno, pero después siempre viajan y siempre consiguen en otro lado, entonces están un tiempo en cada parte, de ahí lo de las golondrinas, y pasa que en general van yendo y viniendo por los mismos campos, con las mismas gentes, más o menos por los mismos lugares. Pasa que siempre que se le acababa un trabajo enseguida pos conseguía otro, no tenía problemas de conseguir otro en poco tiempo, eran changas, ¿vio?, nunca tuvo, lo que dicen, un trabajo fijo, un trabajo de esos de lunes a viernes o de lunes a sábado y que te pagan todos los meses y que tenés la obra social y la jubilación y toda esa pelota, eso jamás le llegó. El trabajaba en donde le endecían y conseguía y le duraba lo que duraba el trabajo, después se tenía que ir donde le parecía. Conseguía donde necesitaban brazos, brazos con fuerza para hacer changas, para changuiar como quien dice. Era un bracero el tipo, che, un bracero de los buenos. Pior, pasa que es como dice el dicho, a cada chancho le llega su San Martín, y el tipo, vealé, de en serio, fue que una vez se quedó sin trabajo. Pasa que eso en sí mismo no tenía nada de raro porque indispués el tipo conseguía algo enseguida, pasa que diz que empezaron a pasar los meses y a pasar los meses y diz que el tipo no conseguía nada, colas y colas hizo, supo llenar muchos papeles, lo mandaron a hablar a la Secretaría de Trabajo y nada, che, diz que nada. Pasó un mes, como si nada, dos meses, como si mucho, tres meses, como una gran eternidad.
Y el tipo no conseguía... vealé, che... diz que le dijeron que se anote en un Plan pero el no quiso, y siguió buscando che... y no encontraba... No buscaba ya tan sólo de bracero, buscaba cualquier cosa... y no encontraba... que diz que no había en ese entonces, por ninguna parte... Y el tipo, que siempre fue muy bien plantado, che, vealó, fue como que fue perdiendo la postura... La compostura también... Él que nunca supo arrodillarse ante nadie empezó a hacer el ejercicio, como le endedicen... Y no le salía... Y le daba mucha bronca... Pero aprendió... Porque el hombre se va acostumbrando a todo... lo bueno... y lo malo también...Y se va resignando... Y supo arrodillarse y rogar por lo que nunca había tenido que rogar en su puta vida, por lo que había conocido desde niño, apenas gurisito, jugando entre las arenas de las costas paranaenses, rogando por lo que había mamado y tenido toda su vida, por aquello que le era tan necesario como el aire que utilizaba todo el tiempo para respirar, tuvo que aprender a rogar por el trabajo... Tuvo que aprender a arrodillarse para rogar que se lo dieran...
Y cada vez fue pior, che...
Y pasó de pión de albañil a pintor de brocha gorda... también hizo de barrendero... de basurero... de jardinero... De pión pa' toú servicio... Y los trabajos se le acababan cada vez más rápido y cada vez más lerdo se le hacía volver a conseguirlos... Y era más el tiempo que estaba desocupado que el que estaba con algo para hacer... Y claro, cuando uno no hace nada, empieza a pensar boludeces... le carbura el bocho, como quien dice... Y uno empieza a acordarse de quién es y de qué es lo que hace acá, y hay veces, muchas veces, en las que se quiere morir de tanto disgusto padecido... Y es como que uno se va muriendo, tanto de la inmovilidad corpórea como de la gimnasia mental... O no sé, enloqueciéndose, que es más o menos lo mismo... Así era... Farías pasaba en la duermevela la mayor parte del día... chorreaba desgano por todas partes... a veces se tiraba en la vereda... a veces dormitaba en algún banco de alguna plaza... a veces podía bañarse... a veces se acordaba, de cuando era gurí gurí y andaba nadando en el Paraná cansado y haciendo montañas en la arena húmeda e inquieta... de cómo jugaba con el hermano a ver quién pescaba el surubí más grande... A veces hacía colas en el Ministerio de Bienestar Social... a veces le daban algo... a veces le dejaban algo de comida sin que él ni siquiera la pidiera... a veces, otro, uno cualquiera, le convidaba con un poco de vino... a veces el vino sabía perderle los recuerdos... a veces sabía traérselos de vuelta, entremezclados en la imaginación atolondrada y las tinieblas ciertas de un futuro sombrío... algunas veces el presente era aún más negro: el frío arrasaba con sus huesos y en sus pies, helados, nuevas costras de mugre y sus dedos sabían volver a entumecerse... A veces se acordaba, Farías, de cuando era un hombre digno, de pelo en pecho, que trabajaba jornales enteros, por un salario miserable, que apenas le servía para sobrevivir en esta vida, lerda y fulera.
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