Vie 19.07.2013
rosario

CONTRATAPA

Tiempo y llanura

› Por Jorge Isaías

"El tiempo, de existir era lento como una miel dorada", escribió Manuel José Castilla, para siempre.

¿Y qué era para nosotros en aquellos tiempos, el tiempo? Algo en lo que seguramente nunca pensamos porque para pensar en "el tiempo" se necesitan años vividos y éramos todos puro presente en la edad primigenia en que quiero instalar -﷓desde el hoy-﷓ este relato.

Creo que fue Borges quien ha escrito que a cierta hora de la tarde, más concretamente en el crepúsculo, el campo quiere decirnos algo. Si uno se pone a oír con la atención abierta el sonido de los cientos de insectos misteriosos que son como las voces eternas de esa llanura que nos desampara y nos cobija.

Y si uno sabe oír, es seguro que desentraña todo ese aparente murmullo que nos pone calma sobre nuestros nervios que destruye la ciudad.

Pero están también las voces de aquellos animalitos que van a dormir en las orillas de las cañadas cuando no son sino los batracios, es decir los sapos y las ranas que brindan la noche en un concierto poco afortunado, con un descontrol y total desafinación que sin embargo, cuando uno se acostumbra, ya a altas horas de la noche produce una entrada apacible en el sueño blando que nos desaparece del mundo, por algunas horas benéficas y reparadoras.

Muchos de nuestros grandes escritores han dejado páginas magníficas sobre qué significa esta llanura que marea como un mar, según supo afirmar Sarmiento. Hudson, por ejemplo, que la conoció llena de pájaros "como ya no quedan sobre la tierra", o los otros que agregaron el sufrimiento humano enseñoreando sobre todo: Gudiño Kramer, Saer, Güiraldes, Manauta, Eandi, Pedroni, Carlino, Vecchioli, o el que le agregó sus grandes cuotas de melancólica ternura, es decir el gran Haroldo Conti.

Entonces si uno suma a los recuerdos más remotos, tan lejanos que su inasibilidad se debe reponer casi con un esfuerzo de imaginación se ve o se mira a sí mismo, según, inmerso en ese espacio siempre llano en un orden de orfandad.

El recorrido nuestro en ese entonces estaba circunscripto a las tareas o la actividad de los mayores. Acompañarlos en sus trabajos, incursiones de caza y pesca o simples paseos o desplazamientos, en el caso de mi padre o mis tíos y rara vez en un vehículo que no fuera tracción a sangre, o meramente a pie. Estaba también el desplazamiento nuestro, con los amigos siempre dispuestos al asombro de una aventura nueva, que incluía la cacería de pájaros o la prueba de la pesca cuando las lluvias enriquecían los cañadones trayendo en ellas mojarritas, bagres y "viejas del agua", y de vez en cuando un pacú barroso que ensanchaba la olla del guiso nocturno, dispuesto con amorosa mano de madre hacendosa, capaz de hacer milagros con el esplendor de su quinta orgullosa de existir en ese barrio humilde gracias a al industria de sus manos.

Si la fortuna de la puntería paterna agregaba alguna noche una o dos liebres de más iban a parar en grandes frascos preparados al escabeche, por la falta de heladera, se conservara comestible un tiempo más. En este trabajo la sabía ayudar mi padre. Como en la ardua tarea de embotellar salsa de tomates, con los que no se consumían y se dejaban madurar ex profeso. Se le agregaba sal, albahaca, ajo y algún otro condimento y se lo tapaba con un corcho al que había que asegurar con unos hilos fuertes que mi padre coronaba con su fuerza porque el contenido ejercía una presión que a veces expulsaba ese corcho y la salsa era expulsada hasta el techo. Ignoro hasta hoy qué era aquello que revolucionaba ese contenido tan rojo. A veces, cuando la cosecha familiar había sido óptima se llegaban a embotellar cien recipientes de vidrio.

Este relato que viene de lejos y que no deja -﷓no puede dejar-﷓ de lado el tiempo y su paso sobre los hombres, las mujeres y las cosas, estuvo cierta vez en un lugar concreto de esa gran llanura, que no era sino ese espacio y ese paisaje, chatos, enclavado por así decir, solamente en una memoria que quiere ser recurrente y minuciosa pero que no llega a ser obsesiva.

Imposible no ponerse a pensar qué pasa con la llanura cuando está puesta en uno con las cosas que el tiempo carcome con su paso, llena de óxido hasta los recuerdos y deja puesto a orear bajo el sol de los eneros el resabio de las inundaciones, del paso rápido del agua caída en esa tormenta de verano que engrosa el caudal de los canales --los pequeños y los grandes-- que drenan el agua que se detiene más de la cuenta sobre los campos y perjudica los sembrados y hasta el riesgo de malograr las pasturas de hacienda y caballadas. Esos canales que mejoraron las posibilidades de rendimiento (el "rinde", se decía entonces) que aseguraba la subsistencia de las familias numerosas.

Entonces uno debe recurrir a la memoria que viene necesariamente envuelta en las enredaderas del tiempo, poniendo sobre uno y ante sus propios ojos aquellas llanuras que también atravesaban los carros y camiones con sus cereales hacia los pueblos, que surcaban esos caminos cubiertos de soles esplendorosos o los huellones de barro en el mal tiempo, esas llanura con sus pastos y sus sembrados de trigo o maíz o cebada o cualquier cereal o forraje para animales que se elegía cultivar.

Esas llanuras que han dejado ya de pertenecernos porque no la transitamos sino con la memoria que sólo intenta reconstruirla o ayudándose con ella, que pone indefectiblemente colgaduras del cielo: aquella cigüeña inmensa, de un blanco impoluto en cuyo plumaje se posa el sol de octubre para siempre.

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